Los Juegos del 36 fueron un artificio que Hitler se sacó de la chistera para mostrarle al mundo que su invento llamado nazismo no era tan malo. En el estadio Olímpico de Berlín todavía resuenan los cuatro sopapos de oro que el afroamericano Jesse Owens le endosó al canciller imperial, pero en la cuenta, muchos olvidan el guantazo que el equipo de remo de ocho le propinó al Führer a orillas del Langer See. Todos aquellos acreedores del laurel huían de algo. La familia de Owens en la Gran Migración Negra, las de los muchachos de Washington, de la Gran Depresión.
En 1933 uno de cada cuatro estadounidenses en edad laboral no tenía trabajo ni perspectiva de encontrarlo y tan solo una cuarta parte recibía ayudas. Eran los ecos del crack del 29. Muchos lo perdieron todo y se crearon asentamientos precarios -hoovervilles- donde proliferaban, con suerte, agricultores, madereros o pescadores. De ahí salieron los chicos del 36.
El día de la prueba clasificatoria, Don Hume, remero de popa y encargado de marcar el ritmo, apenas podía salir de cama achacado por una intensa fiebre. Compitió, ganó y se desplomó terminada la regata. Estados Unidos se clasificó directamente para la lucha por las medallas donde le fue asignado el carril más desfavorable. El estado de Don Hume empeoró de forma trágica. «Tiraremos de él hasta la meta. Mételo. Solo para que nos acompañe», pidieron sus compañeros al entrenador.
Un segundo le sacó el batel americano al alemán. Y un segundo tardó Hitler en abandonar la grada del embarcadero.
El 31 de marzo, pero de 1914, nacía el paladín de esta banda, Joe Rantz. Con apenas cuatro años vio como su madre moría de cáncer siendo capaz de reponerse a toda una vida de contrariedades para inscribir su nombre en las páginas doradas del olimpismo. Quizá Rantz, con una ingeniería química bajo el brazo, era el mozalbete mejor preparado de los nueve que remaban como un solo hombre en la embarcación norteamericana en el canal de Grünau. Pero cuando falta la ciencia, o no se saben leer sus argumentos, sobra el corazón. Y aquellos desgarbados iban sobrados de coraje.
El éxito yanqui tuvo once nombres. Los ocho que remaron, el timonel, su sintonía y su compenetración.
Veo en Rantz a la ciencia que no sabemos interpretar. Y en Hume a los sanitarios abatidos, que no dejan de bregar. Nosotros, el pueblo que confía en sus paladas. Y podemos sentirnos hastiados. Pero por duras que sean las condiciones, por fuerte e ignorado que sea el enemigo, solo hay una forma de vencer: remando como uno solo.