FAMILY MATTERS

INCENDIO

Cuando era pequeño tenía una caja donde guardaba las cosas que tendría que llevarme si de repente se declaraba un incendio. Era algo así como mi caja fuerte en la que custodiaba una nota dirigida a mi yo del futuro. En ella se decía que, por favor, no tirase ni regalase ninguno de los cientos de cómics que tenía de Dragon Ball, porque me gustaban mucho. A decir verdad, esa nota nunca habría hecho falta.

Hoy, siendo ya ese yo del futuro tan desdibujado de las expectativas que tenía depositadas en mí mismo, sí que escribiría una carta dirigida a mi yo del pasado. A ese pequeño que quería decirle al grande que no tirase a la basura los cómics que pasaba horas y horas releyendo encima de una alfombra estampada con carreteras y rotondas.

Supongo que todo esto es lo que nunca me dijo papá. Y que intentaba decirme de algún modo mistérico cuando me apretaba tan fuerte contra su abdomen que podía oler su alma que sabía a tabaco y a colonia de mayores.

Echo de menos tantas cosas de cuando era pequeño que ya no me acuerdo de la mayoría. Ahora lo que echo de más es tener que resolver tantas gestiones en las que simplemente me he metido por torpeza e ineptitud. Estoy tan harto de pensar que molesto, que sobro, que allí donde estoy no es mi lugar y que realmente nadie me necesita que quizás no valgo para esto. Para las cosas que se le presuponen a una persona de 34 años.

Y pienso en lo que me importa a mí el cariño de la gente. En lo que necesito el calor humano. En mis carencias. En mis lagunas. En los fracaso que abrazo. Y entonces, recogiendo con la luz del móvil los pedazos de corazón desperdigados entre las sábanas, comprendo que esa carta que tendría que haber recibido mi yo del pasado sí habría hecho falta. Para no sufrir tanto. Para no esperar nada.

CAMINO

Eros es el amor pasional, el deseo, la atracción, la excitación. Phileo es el amor de la amistad, la familia, el amor desinteresado. Aquel que reconoce el vínculo. Que sabe que para crear un nosotros es necesario menguar el yo. Gratitud, alegría y confianza. Ágape es el amor puro e incondicional, el amor universal. Altruista, espiritual, compasivo y generoso. La forma más absoluta del amor.

Paulo Coelho describe este proceso en ‘El peregrino de Compostela’: “Todos corremos en busca de Eros y cuando este quiere transformarse en Phileo pensamos que el amor es inútil, sin darnos cuenta de que Phileo es lo que nos conducirá hasta la mayor forma de amor: Ágape”. Pero para darse cuenta de ello, tuvo que realizar un Camino.

O Cebreiro dista de Santiago unos 162 kilómetros. Un trayecto que, recorrido a pie, resulta suficiente para darse cuenta de muchas cosas.

Entre ellas, que el dolor espiritual es más peligroso que el físico. El estrés, la sugestión y el miedo se fueron dispersando dutante los primeros ochenta kilómetros. Los ochenta siguientes fueron necesarios para comprender que la única forma de cumplir nuestros sueños es siendo gentiles con nosotros mismos.

Fue en ese ecuador, cuando me abrazó una paz absoluta que me empujaba hacia Santiago. Una fuerza de atracción superior a cualquier impulso que me permitía caminar con los ojos cerrados, dejándome llevar.

Ágape es capaz de silenciar cualquier ruido, de detener cualquier interferencia.

Ágape es el viento. Una suave brisa que golpea el rostro y que va curando todas las cicatrices que el sol fue surcando en una piel sobreexpuesta. Porque toda la paz que encuentras en el Camino es la misma que te ha llevado a él. Una paz que dormía en tu interior, enterrada por ese ruído que ahora enmudece, porque nunca existió.

Paulo Coelho busca su “espada” en el Camino para darse cuenta de que lo que realmente importa es saber qué hacer con ella. Yo, que llevo buscando mi espada toda una vida y que la he encontrado ahora, ya sé que debo hacer con ella. Y en qué orden.

DINOSAURIOS DE GOMA

De pequeño, mi mayor desgracia era no obtener los dinosaurios de goma que caían de las piñatas como vellocino de oro. Sólo había uno o dos entre tanta morralla. Realmente me frustraba no poseerlos. Me importaba tanto que no dormía por las noches pensando en cuál sería la mejor guirnalda para tirar, en cómo rebotarían los muñecos contra el suelo, en quién era más grande que yo y tendría más opciones…

Hoy estudio sociología por lo mismo. Por ese defecto feísimo que tengo de analizar todos los acontecimientos que me ocurren desde las perspectivas individual y colectiva. De entender por qué pasan las cosas. Por qué me pasan las cosas. Por qué siempre yo y no tú.

Esos acontecimiento son los cientos de fracasos que abrazo y acumulo bajo mi almohada en un insomnio ahora más adulto, más áspero. Se hacen mucho más livianos con el cafuné de tus dedos alargados sobre la maraña de mi pelo. Hasta que decidas convertirte en otro.

He perdido tanto que me he acostumbrado. Camino sin miedo por el fino cable suspendido sobre la nada. E incluso hago virguerías. Las hago con la seguridad de saber que alguna línea de vida me salvará de la caída. No soy valiente pero desconozco el peligro porque mi victoria es la suerte.

Steven Hayes me enseña a seguir tirando de guirnaldas hasta que los dinosaurios de goma caigan a mis pies. Y agacharme más rápido que nadie para recogerlos. Cada día despego las guirnaldas de diferentes formas. Me posiciono en distintos sitios. Una liturgia atávica pero nueva. Si siempre haces lo que siempre has hecho siempre obtendrás lo que siempre has tenido.

Mientras tanto me acomodo en la relatividad del fracaso. En esa teoría que dice que todo suceso con apariencia de fracaso puede ser un éxito observado desde otro lugar. Y me muevo constantemente para, un día, levantar la almohada y recatalogar mis fracasos. Y dormir. Para eso los guardo.

Supongo que tememos a la muerte porque no sabemos lo que hay detrás. Pero detrás de mis fracasos hay dinosaurios de goma.

MAMÁ

2009. Bayswater (Londres). Es verano y hace sol. Voy en manga corta. Llego a mi hostel después de una maratón de estadios y pinacotecas. Subo a la habitación de los italianos donde me esperan con whiskey y marihuana. Estoy inmensamente feliz. Hace unos días me acaban de contratar en mi primer empleo y ha sido de rebote. Mamá llevaba semanas insistiéndome en que entregase mi currículum en la administración.

Estos chicos me caen muy bien. Llevamos días rebuscando en Camden chaquetas originales de Adidas, fumamos hierba y nos reponemos a base de fruta fresca. Supongo que no siempre tendré 22 años y estoy feliz.

Bajando las escaleras a base de aldabonazos, llego a mi habitación que comparto con seis personas de nacionalidades diferentes que se pasan el día comiendo galletas Tuc. Intento no despertar a nadie en una oscuridad acentuada por mi torpeza ebria. Cuando por fin me recuesto me invade una calma insólita en la que pienso. Y pienso en mamá.

Pienso más de la cuenta y dejo muy atrás la frontera de los pensamientos en los que soy feliz para meterme en un bosque en el que nunca he estado. Llevo tantos años focalizado en la muerte de papá que nunca he reparado en qué será de mí cuando mamá no esté. El pragmatismo y el amor enraízan para formar una bola de acero que me hunde desde esa litera hasta el centro de la tierra. Pienso en mamá. En la ausencia de mamá. Y lloro como el niño de mamá que nunca creí ser.

Doce años después de aquel momento, el miedo a su ausencia crece un poquito cada 8 de enero. Pero la sigo viendo tan fuerte, tan tenaz, tan resistente, tan trabajadora y, sobre todo, tan mujer y tan madre, que me resulta muy difícil pensar en el día que falte. Mamá ha hecho infinitas cosas bien. Como, por ejemplo, sacar adelante una familia descuartizada. También ha hecho cosas no tan bien, pero las ha hecho siempre buscando lo mejor para nosotros. Lo que ella creía mejor para su familia.

Si mamá no hubiese hecho todo lo que hizo, hoy no seríamos lo que somos.

Ni todo lo que nos queremos.

NOEMI

Es 1996, tengo 10 años y la conciencia de un ciempiés.

Me peinas delante de un espejo de camerino en el que faltan dos bombillas. Un día metí el dedo en uno de esos agujeros y el latigazo casi me pone a bailar el Réquiem de Mozart. Supongo que por eso me peinas. Llevo un chándal del Real Madrid que me regalaron por mi comunión pero aún no me gusta el fútbol. En cada bolsillo, para que no tintineen, una moneda de cien pesetas hurtadas de las carteras que hay por casa. De la tuya también. En total 400 pesetas para comprar cromos. Mucho dinero para un niño que va al conservatorio. En un movimiento brusco una moneda se cae al suelo y repica contra la baldosa.

La ves y te enfadas. Revisas los otros bolsillos y te enfadas todavía más. No lo entiendo porque no eres mi madre, eres mi hermana. Pero, al igual que la Silvia de Alejandro Palomas, entendiste “demasiado pronto que ser la mayor en una familia como esta no era solo ser la mayor de tres hermanos, sino la mayor de los cinco: hermana, padre y madre a la vez”.

Es complicado recordar todos los palos que en algún momento han perturbado tu dulce caminar. Los has capeado todos de la misma manera: blandiendo tu sonrisa perenne. Nos quieres y nos proteges. Y para ello construyes con tu espalda una guarida en la que nos podamos resguardar. Cuando papá se marchó, heredaste su reloj de pulsera. Tiene sentido porque papá era muy bueno y tú eres la persona más buena que conozco.

Según el budismo, el dharma es el deber que hay que cumplir en la vida y el karma son las consecuencias de nuestros actos. En tu caso, el primero está totalmente superado. La forma con la que encaras tus problemas te otorga una felicidad y una paz interior que eres capaz de proyectar a otros como ser de luz. Sin embargo, el karma presenta una gran deuda contigo.

Soy de los que piensa que después de algo muy malo viene algo muy bueno. Lo presiento. Como siento que lo mejor está por llegar. Ese reloj de pulsera marca las horas que quedan para que la vida te devuelva, con intereses, todo lo que has hecho por los demás.

Papá lo programó así para agradecerte todo lo que hiciste por él.

Para agradecerte todo lo que haces por nosotros.

OURENSE

Gustaríame comezar falando de Willy Fog, que foi como eu o coñecín, pero un esnobismo malinterpretado obrígame a falar de Phileas Fogg e os oitenta días que investiu en dar a volta ao mundo, produto dunha aposta de cabaleiros.

Unha promesa similar baseada na honra foi a que lle fixen ao meu corazón. Xureille que non volvería en moito tempo a Ourense, a ese lugar onde deixaba tantas cousas. Xureille que respectaría a distancia social. Tanto a regrada polas administracións como a xurdida dun pacto de non agresión filo amoroso.

Oitenta días -coas súas cincocentas noites- levaba sen achegarme a terra que me veu nacer, medrar e fracasar. Unha distancia infranqueable construída con dor, con medo e con covid, que é dor e medo á mesma vez, aínda que a dor e o medo afectan primeiro aos miolos e logo ás defensas e a covid faino ao revés.

Santiago dista 105 quilómetros de Ourense, que son moito menos que oitenta días, pero ás veces poden semellar un trebón digno da maior catarse aristotélica -non freudiana- de todo o que acontece no maxín. E coa Santísima Trinidade deste corpo, mente e espírito purificada despois de dez semanas de señardade chegaba a hora de regresar. Á fin e ao cabo, sempre regresamos a onde fomos felices. Como regresou Blanco Amor da Arxentina, como regresaron os meus tíos Emilia e Andrés do Brasil e como regreso eu na procura do diapasón dos meus latidos.

Funos atopando a medida que avanzaba pola autoestrada. Ao paso que me achegaba, imantado por unha forza sobrenatural a todo o que representa Ourense no imaxinario colectivo e individual. Era unha forza creada pola constancia de que Ourense sempre será Ourense. Co seu Hotel San Martín. Coa súa Chavasqueira e o itinerante tren das termas. Cos seus barrios da Ponte, da Cruzalta, do Vinteún, de Covadonga, da Valenzá. Coa súa Vistahermosa. Co seu museo arqueolóxico e o seu teatro principal. Coas xiratorias madamitas, améndoas garrapiñadas e rosquillas de San Lázaro. Cos churros do Cándido. Coas empanadillas do Trangallán. Cos bocadillos de calamares do Eirociño. Coa terrina de mantecado da Ibense. Coas zapatos de Chavalín. Con Caramelo, con Zara, con Purificación, con Carolina. Coa nenez enfeitizada diante do Bazar La Gallega e do Belén de Baltar. Con Andrés e a Orquestra Luz Verde. Coa Lola dos Suaves. Co parque xaponés e os half pipes. Cos pavos reais do Posío. Coa estación de San Francisco. Con 2.000 persoas na grada supletoria contra o Barcelona. Cos playoffs no Paco Paz e a liga de fútbol sala feminino. Co hóckey. Co balonmán. Co xadrez. Coa Casa da Xuventude e a de Chocolate. Coa facultade de ferro e a Real Banda de Gaitas. Cos conxuntos rechamangueiros de Ramos. Cos contedores de latón nas esquinas das rúas. Co barallete e os asubíos madrugadores. Coas feiras dos 7 e dos 17. Co entroido. Co San Martiño. Cos magostos en Monte Alegre. Con Benposta e a Cidade dos Muchachos. Coas bolboretas no estómago cando compartías granizado e as mans travesas cando apagaban as luces no Avenida, no Losada ou no Xesteira. Cos primeiros bicos veniais no parque infantil e os primeiros carnais en Capital, 3A ou Fifties. Cos poemas de Curros, de Dato, de Celso Emilio, de Pedrayo. Cos estudios do Padre Feijóo e de Cuevillas. Co nacionalismo de Risco. Coa Esmorga. Cos textos de Casares, Ferrín e as irmás Vázquez. Coa Revista Nós. Coas cores de Quessada e os gordechos de Conde. Co Carrabouxo. Co Liceo, o Torgal e o Pueblo onde soñamos en ser coma eles. Cos uniformes de Carmelitas, Franciscanas, Maristas ou Salesianos onde soñaban os nosos pais que fóramos coma eles. Coa estatua dos Ramones, a leiteira, a castañeira, a Praza do Ferro e a Maior, inclinada como ela soa polo peso cultural dunha cidade que cada día reluce máis fermosa.

Pero tamén cos fastosos cardados da avoa na Cisne. Cos primeiros cigarros clandestinos de Rebeca nos bancos do parque. Coas clases de teatro de Noemí con Loli Buján. Coas redentoras novenas de mamá en Fátima e as suelas do San Miguel. Cos ociosos cafés de papá no Anyan ou no Thais e os partidos xuntos no Mister Lois. Coas miñas iniciáticas pinceladas a un lenzo no estudio de María Rosa Caporale e as patadas ao balón nas Lagunas.

Con todas as cousas ourensás que recordo de min e dos meus, almacenadas no lugar onde dormen todas as madalenas de Proust da nosa infancia.

Porque Ourense sempre será Ourense. A terra da chispa. A Atenas de Galicia. Ourense, Orense ou mesmo Ourensiño. Ourense sempre será o lugar ao que regresar, a cidade onde comezar de novo, a vila na que volver soñar. A urbe na que cruzar pontes, na que expiar os crimes na fervura da Burga e na que buscar consolo no abrazo dun Pai ao que lle medra o pelo.

Dicía Valente que Ourense debía chamarse Augasquentes que “era necesario beber para defenderse de las miasmas de la muerte”. E niso estamos. Por dor, por medo e por covid, que é dor e medo a mesma vez, aínda que a dor e o medo afectan primeiro aos miolos e logo ás defensas e a covid faino ao revés.

Ourense sempre será Ourense. A pesares das restricións, a pesares das limitacións, a pesares dos peches.

E o noso corazón sempre será noso. Cos seus sentimentos, cos seus recordos, cos seus soños.

Hai un lugar no que ambos os dous se unen nun eterno apreixo.

Aí é onde cómpre volver.

E por iso, outra vez Valente…

Voltei. Nunca partira”.

GILIPOLLAS

La última vez que atravesé una ruptura llevé un alumbrado a las Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Inmaculada. Veinte euros. Lo que me suelo gastar en la primera ronda de una noche de copas. Siempre he recurrido a instancias altísimas cuando la cosa se pone cruda por aquí abajo. Sobre todo en el terreno emocional, donde soy patético. Y es que ya me han repetido mucho que, una vez hecho el trabajo, hay que dejar las cosas en manos de Dios.

Ahora no me castigo en exceso por el modo penoso en que gestiono las alteraciones de mi sistema límbico, aunque antes sí me apretaba el cilicio. Vivo con un constante miedo a que las personas que me quieren se vayan, como se fue papá cuando yo tenía 16 años y los dos, la vida por delante. Y ese miedo es el que me hace frenar cuando no puedo y acelerar cuando no debo, reapareciendo con promesas que ya no son para nadie. Siempre tarde. Siempre mal.

En casa todos vivimos con el miedo de que papá se marchase para siempre. Sus dos cajetillas de tabaco negro diarias eran nuestra principal sospecha. Yo le compraba chicles, regalices y parches Nicorette que veía anunciados en televisión porque creía que a mí, que me quería tanto, sí me haría caso.

-¿Cuándo vas a dejar de fumar? -le repetía en nuestros viajes en coche.– Un día de estos -contestaba, con esa sonrisa del que sabe que contravendrá su promesa.-Y “un día de estos” se murió. Y los chicles, las regalices y los parches Nicorette se quedaron en el cajón de la librería de la salita. Porque ya no eran para nadie. Siempre tarde. Siempre mal.

Si papá estuviera aquí se cambiarían las tornas y en nuestros viajes en coche me preguntaría: -Cuándo vas a dejar de hacer el gilipollas?-. Y, con esa misma sonrisa que heredé de él, le diría: -Un día de estos.-

Es una sonrisa que solo luce quien sabe que contravendrá su promesa y que se aproxima irremediablemente al abismo por el que se despeñará de nuevo y del que, solo con suerte, saldrá ileso. Y claro, todo el mundo sabe, que los gilipollas tenemos suerte.

Mi suerte es él, que se ha convertido en esa instancia altísima a la que recurro cuando la cosa se pone cruda por aquí abajo. Es la única razón lógica que encuentro a todas las cosas buenas que me rodean y que, probablemente, no merezco. Y a que en la mitad de mi vida que he pasado sin él, haya salido ileso de los zarzales a los que me lanzo con el pecho descubierto.

Siempre tarde, siempre mal.

Y a pesar de ser gilipollas.

Rematadamente gilipollas.

Pero con suerte.

ZOOLATRÍA

En el verano de 2006 pagué 15 euros por ver a Erick Morillo en Zoo. Era jueves y, con la hucha de las vacaciones todavía llena, los gasté encantado. La euforia me hizo acudir a la barra más veces de las que debería. No tenía ni los 20 y una economía subrogada. El resto del fin de semana, ya fue otro cantar. Hace 15 días leía sobre la muerte de Morillo. Las desgracias nunca vienen solas.

Dice San Juan que la segunda venida nos separará entre los que tengan derecho al árbol de la vida y los “hechiceros, fornicarios, homicidas e idólatras”. Y digo yo que hubo una época, en las caleidoscópicas madrugadas de verano del Salnés, en la que nos dividíamos entre los que gastaban la entrada de Zoo en un bituminoso bocadillo o los que la invertíamos en una irresistible copa de Licor 43 cola.

Los druidas de otra generación nos recomendaban aquella pócima cuando el estómago ya no admitía más convencionalismos. La probé por primera vez en una de las barras de abajo, de la zona house del paraíso ibicenco de Galicia. Después de saldar el ticket recontaba, como todos, las monedas sobrantes en el bolsillo haciendo cábalas de los días que quedaban de acampada en Caneliñas para determinar si podría permitirme una segunda dosis. Siempre quedaba la opción de acogerse a una táctica bastante extendida: la de robar copas de las columnas. Y ahí ya daba igual el contenido. Eran otros tiempos claro está. Pero eran nuestros tiempos. Los de la primera vez de casi todo. Y esa era la razón por la que nunca pedía bocata.

Zoo fue para los de mi generación un empujón de confianza, un tsunami hormonal, un cofre donde silenciar secretos pero también una bofetada a las expectativas. Porque llegar a Zoo no era fácil. En nuestro caso se dividía en dos fases.

La primera dependía de los padres. Primero tenías que conmoverlos. Un boletín de notas impecable solía valer. Luego, convencerlos. Ahí les asegurabas que a pesar de tus “sweet sixteen” tenías cabeza suficiente para no ahogarte en cerveza. Después venía la criba en la que examinaban rígidamente el grupo de amigos con los que te ibas de camping -primero- y de piso -después-, cuando los objetivos del asueto avanzaban acordes con la edad. Y por último, y a tenor de todo lo expuesto, ellos decidían si te ibas el miércoles (los más afortunados), el jueves (la media), el viernes (ni tan mal), el sábado (los más pardillos) o nunca (un despiadado castigo).

La segunda fase dependía de ti. Y de los milicianos que te acompañaban en aquel duro camino de llegar, aún con vida, al territorio comanche donde bullía el auténtico fragor de la batalla noctívaga. Se trataba de ir superando fases. Como en un libro de “elige tu propia aventura” todo eran decisiones. En primer lugar, el escuadrón dirimía quedarse en la base del camping bebiendo unas litronas o acudir al botellón de la playa, donde se hallaban otros ejércitos de similares pretensiones. Cada miembro expresaba su deseo, generalmente basado en si la chica de la tienda de al lado te había sonreído o no.

En esos primeros compases de la noche, la brisa marina curaba con su soplo la piel diezmada por la imprudente exposición al sol, aunque tu madre te hubiese insistido en lo de la crema. El corazón se iba alegrando en esa concepción nietzscheana de creerse inmortal. Amigos, bebida, música, playa y emancipación parcial. Solo faltaba sexo para ser una estrella de rock´n´roll. Y había un montón de oportunidades. Mi madre también me advirtió sobre eso. Los había que ya caían en ese primer asalto, pero eran los menos.

El aquelarre playero era proseguido por una desordenada marcha hasta los primeros bares. Convenía remangarse porque la cosa se ponía seria. Siempre sabías a quién te podías encontrar en cada garito. Y para qué.

Estaba el ‘Safari’, estaba ‘La Noche’, estaba el ‘Ceda el Vaso’. Estaban otros tantos de los que ya no me acuerdo. El grupo lo intentaba primero al unísono. Después se anteponían las preferencias por ir al pub en el que te habían comido la boca la madrugada anterior. Casi nunca había quórum. Los debates se encarnizaban y el conjunto se solía disgregar, como una etapa de montaña del Tour. Cada uno se arrimaba a quien llevaba una cadencia similar de cubatas y la serpiente multicolor se diluía en un mar de gentes de todos los credos. No era doloroso. Sabíamos que todos los caminos conducían a Zoo.

Porque a Zoo se podía llegar de muchas formas. Arrastrándote o con glamour. Recuerdo un sábado de cierre de verano que llegamos en un Mercedes descapotable como si fuéramos el séquito de Aristóteles Onasis. Y claro, ya entrabas de otra manera.

Pero la mejor forma de llegar a Zoo era como lo hacía la plebe: recorriendo el camino de tablillas de madera que discurría paralelo a la extensión de la playa de Baltar. Por aquel sendero te ibas encontrando a toda una fauna tan variopinta que, inexorablemente, tenía que acabar en algo como un zoo. Y disfrutabas del trayecto. Caminar por aquel paseo era formar parte del folclore de la peregrinación. Los pasos de toda la parroquia guiaban a los que se habían quedado atrás: los que dormían, los que se bañaban, los que se cambiaban los zapatos, los que vomitaban, los que ocultaban su pudor bajo una toalla…

Si llegabas a Zoo antes de las 3 pagabas la entrada reducida, pero nadie llegaba antes de las 3, a pesar de que nos tirásemos como alimañas a por los flyers de descuento. Zoo no era barato, pero era imprescindible.

Había quien se quedaba en el camino o prefería ir a Pirámide o a Canelas. Pero la mayoría éramos obstinados. Solíamos llegar a las 4, a las 5 o incluso más tarde, con el cuerpo bien pertrechado del calor necesario para aguantar las horas de baile que restaban y, sobre todo, para enfrentarnos a lo desconocido. En aquellas puertas donde se agolpaban cientos de jóvenes embriagados de ilusión, todos los grupos que habíamos ascendido el último puerto nos volvíamos a encontrar.

Empezamos, los primeros años, yendo de cabeza a la zona Sarao. El ritual era muy básico. Bebíamos poco -el nivel adquisitivo subía cada temporada, como el IPC-, bailábamos menos y nos desplazábamos en corro buscando grupos con los que interactuar. Cuando entablábamos contacto comenzábamos a movernos torpemente al son de aquellos ritmos latinos. Supongo que desde fuera sería penoso, pero para nosotros era más apasionante que el cortejo del ave del paraíso.

Llegó un día en el que ya ni siquiera entrábamos en aquel perreódromo. Bajábamos directamente a la zona house persuadidos por los sonidos frenéticos venidos de todo el orbe. Allí nuestros movimientos ya no eran torpes porque se fusionaban con un flujo trémulo de personas que iban y venían sin prestar atención a nada más que a vivir a tope. El recuerdo que tengo de bajar aquellas escaleras es el de la satisfacción del objetivo cumplido, el de alcanzar la Tierra Prometida. Las palmeras, las enormes cristaleras, los sofás blancos, o la arena de la zona chill out nos hacían creernos en un lugar sin parangón con el resto de modestos tugurios de los que veníamos. La visión era fascinante. Y ya nadie sabía qué podía pasar ahí.

A veces llegábamos solos, otras con alguien y algunas todos juntos. La forma de finiquitar la noche dependía de cada quien. Nos tenemos despertado de las formas más extravagantes. En la playa, en el aparcamiento, en algún piso remoto desde el que no sabías volver en una época sin GPS. Pero todos nosotros estábamos deseosos de responder afirmativamente a la primera pregunta que sabíamos que nos harían nada más vernos: – ¿Cerraste Zoo?

La tristeza del último cierre de Zoo es que ya no podremos volver y por eso algo se quiebra dentro de todos nosotros, al menos de todos los míos. Es otro síntoma del irremediable proceso de hacernos viejos. Cuando demuelan Zoo, debajo de todos esos escombros todavía quedarán nuestros sueños salpicados de aquella magia en la que podías ser tú mismo, con tu insoportable juventud. Sin máscaras ni disfraces.

Allí permanecerán las fantasías de las mil almas que nos juntábamos cada noche para exaltar nuestra autenticidad. Todas genuinas, todas diferentes, todas dignas de exponerse en un zoológico imperecedero.

PETRICOR

Es muy tarde y huele a petricor. Hará como media hora que ha comenzado a llover fuerte, intenso. Lo echaba de menos.

Hace cuatro años la revista @psychcentralcom realizó una encuesta para conocer los diez sonidos más agradables. El primero, la lluvia cayendo sobre el tejado. El segundo, la risa de un ser querido.

Si me lo preguntaran a mí, diría el de las yemas de los dedos rasgueando las páginas de un libro viejo. En uno de los de Isabel Allende dice sobre su personaje: “empezó a ahogarse de miedo y claustrofobia, como le ocurría en la infancia, cuando se escondía en su improvisada carpa para escapar de los inmensos peligros del mundo, de la contundente presencia de los humanos, de los olores opresivos y los sonidos atronadores”.

Hace días utilizamos una de esas improvisadas carpas para escapar de los inmensos peligros del mundo. Y no hablo de la situación epidemiológica que está a punto de cerrar a cal y canto la comarca de A Coruña.

Ni siquiera de la contundente presencia de humanos -inexistente-, de los olores represivos -pétalos de rosas y vino- o de los sonidos atronadores -melifluidad-.

Una relación no es vivir en una burbuja. Una relación es, como le ocurría a Amanda, superar miedo y claustrofobia. Ansiedad. Dudas y temblores. Preguntas. Rabia. Dispersión. Distancia. Fatiga.

Pero cuando nos tiramos a las zarzas con el pecho totalmente descubierto es cuando no tememos. Cuando no nos ahogamos. Cuando ni dudamos ni temblamos. Cuando tenemos todas las respuestas. Calma. Atención. Contacto. Fuerza.

Y llegar a casa y cenar una ensalada de tomate de nuestro huerto. Y escuchar la lluvia cayendo sobre el tejado. Y comenzar a escribir, aunque sea muy tarde, pensando en la risa que emite su sonrisa.

MARINA

WhatsApp Image 2020-08-20 at 13.13.57
 
 
Yo siempre quise tener un hijo. O tres. Y formar una familia.
 
Cuando era pequeño me imaginaba de mayor con el pelo rubio y lacio, recogido con una coleta, vestido con un traje negro impoluto y asiendo un maletín con documentos importantes como planos de expansiones empresariales, fórmulas de vacunas o un plan sin fisuras para conquistar el parqué apostando por productos financieros complejos. Hoy ya soy mayor. Recojo el desgastado pelo que me queda con una coleta, aunque a mi madre le parezca una horterada; cada día descuido más los harapos con los que me visto; tan solo cargo un portátil que ni siquiera es mío y el único parque que piso es el infantil para, como el adolescente que ya no soy, beber a morro litros de cerveza que aplacan el dolor de una vida punzante en la que jamás he sido valiente.
 
A veces creo que tener un hijo es un acto de soberbia, narcisista, egoísta, cruel. Traer vida a este mundo infame donde nunca se cumplen los sueños. Donde los anhelos se consumen como el giste de la cerveza que va perdiendo fuelle a medida que se usa como antidepresivo. Donde el hecho de haber nacido aquí y no allí te convierte en culpable y cómplice del dolor de todos. Donde siete de cada diez matrimonios fracasan. Donde las personas matan más que la gripe. Donde tan solo un aislamiento forzoso ha zarandeado conciencias para priorizar lo inmaterial sobre lo que antes se podía tocar. Donde 1 de cada 3 niños sufre acoso.
 
Donde por muchas velas que soples y cientos de estrellas fugaces que veas, lo único que se cumplirá es la irrefutable ley de vida que te llevará poco a poco a la tumba mientras vas perdiendo todo lo tuyo: belleza, dientes, pelo, carácter, habla, memoria, conciencia, amigos, familia.
 
Vivo en esa continua disyuntiva, dominado por un constante calvario que me rasga el pecho cada vez que se habla de Siria, la violencia de género, los extremos políticos o la plutocracia. Mientras se agota mi tiempo para traer una vida a este mundo infame donde nunca se cumplen los sueños.
 
Cuando la miro solo puedo pensar en como se quebrará su cándida infancia cuando descubra toda esta porquería y que a los tres cerditos, en la vida real, se los come el lobo. Y me convenzo de que tener un hijo es un acto de soberbia, narcisista, egoísta y cruel.
 
Pero cuando es ella la que me mira, puedo ver la paz del mundo reflejada en su pupila becqueriana que me conduce hasta un remanso donde nada es fingido. Que me escribe versos en la boca del estómago. Ella se ríe y me desmonta. Y me olvido del mundo infame.
 
Y a pesar de estar convencido de que tener un hijo es un acto de soberbia, narcisista, egoísta y cruel y de que he marchitado con mi torpeza todo lo que quería ser de pequeño, sigo queriendo tener un hijo. O tres. Y formar una familia.
 
 
 
Porque del mismo modo que nunca me podría permitir quitarle a un hijo todo lo que no pude hacer con papá, tampoco me puedo permitir dejarle sin nada de lo que él me dio.

 

REBECA

101670828_10157837453972659_9046259693080543232_o

En el funeral de papá, los cuatro ocupamos el primer banco de la iglesia. A mí no me gustaba estar allí como tampoco quise ver el cuerpo sin vida de mi padre. Prefería recordarlo con la energía con la que celebraba los goles de su equipo o con la sonrisa con la descorchaba una botella de vino antes de comer carne picada con patatas. Pero debía estar allí. De algún modo supongo que a papá le gustaría ver que seguíamos juntos. Pese a todo. Nunca me había parado a pensar en ello pero la providencia nos colocó en aquel asiento por orden cronológico. Mamá era la que se encontraba más cerca del crucero, donde descansaba el ferétro. Luego venía Noemi. Luego Rebeca. Y por último estaba yo. Era como si papá nos hubiese mandado un último mensaje de que cada uno se tenía que hacer cargo del siguiente.

Dicen Saroglou y Fiasse que los hermanos medianos representan al hermano rebelde. Menos concienzudos, menos religiosos y más vagos en el rendimiento escolar. Seguramente mamá firmaría cada uno de estos atributos. Sobre todo cuando Rebeca dijo que no se quería confirmar.

Pero los hermanos medianos también son más impulsivos y abiertos a la fantasía. Y por ello Rebeca ha demostrado cosas que la sitúan muy por encima de nosotros. Con romanticismo y rebeldía ha sido capaz de sacarse una oposición por empeño y ser madre por vocación. Puede que los hijos del medio estén confundidos acerca de su identidad, atrapados entre intentar crecer como su hermano mayor o mantenerse indefenso como el menor. Pero Rebeca siempre ha sabido lo que quiere con una determinación que se escapa a cualquier taxón.

Rebeca es la hermana del medio porque mientras ella alimenta la energía de la familia, Noemi y yo nos encargamos de custodiar sus sueños. Y así se lo prometimos a papá sentados en aquel banco.