El fútbol es Dios

Si buscas la palabra Dios en Google obtienes 537 millones de resultados. Si buscas Messi, tendrás 341 millones. Con Putin te salen 288 y si lo que escribes es Siria, tan solo 71, por lo que parece una buena forma de averiguar dónde se encuentra la conciencia de los hombres.


Las escrituras marcan que este Mundial estaba predestinado a convertirse en el mayor evento deportivo de la historia. Y para ello, los derechos de trabajadores, mujeres, comunidad LGTBI y libertad de expresión, no iban a ser ningún óbice. Las tres instituciones más patriarcales -capitalismo, religión y fútbol- tejieron una red de socialización, donde todo vale en el nombre del Santo Grial: la Copa Mundial de Fútbol.


La religión nace por un deseo de los hombres de calmar su incertidumbre ante lo desconocido. Estamos habituados a vincular la religión con el Dios del que nos hablan, pero no siempre es así. La religión se forma cuando la sociedad encuentra un lugar en el que depositar su esperanza y convertir sus creencias en rito. Y si la idea de Dios ha dado paso a la figura de Messi, la eucaristía se ha transfigurado en un ritual de 90 minutos.


Ferry y Gauchet aseguran que el ser humano tiene la capacidad de divinizar, de sacralizar cualquier objeto profano. Un ejercicio que empieza en el siglo XVIII con la razón y que desemboca en el XXI con el fútbol. Vivimos una época en la que los templos se vacían y los estadios se anegan, en la que la religión tradicional decae pero en la que los fundamentalismos se extienden como un tumor maligno que pone en riesgo la tolerancia firmada en 1648 en Westfalia. Porque cualquier idea que ocupe el lugar de lo religioso, produce violencia.


Lo ocurrido en Qatar da buena cuenta de ello. El homicidio impune de 6.500 trabajadores en los estadios, las condiciones abusivas, las amenazas, la violencia sexista o la desigualdad flagrante han sido negadas por todos sus implicados. El ‘Qatargate’ -que comenzó como un informe de 430 páginas que destapaba las vergüenzas de la FIFA- ha extendido sus tentáculos hasta el Parlamento Europeo y los responsables sindicales que habrían dulcificado lo ocurrido en Oriente Medio cuando el trabajo por el que les pagan -y mucho- debería ser todo lo contrario.


Cuando Marx dice que la religión es el opio del pueblo se refiere al aturdimiento que sufre la población que cree que compensará su miseria con las promesas del más allá. Hace años que el escritor uruguayo -la patria del primer campeón mundial- Eduardo Galeano, popularizó una frase que decía que el fútbol era el opio del pueblo. El último mundial ha confirmado su predicción.

Lo único que faltaba para ello era la intervención de la magia. El mundial de Qatar se ha celebrado de modo extraordinario, durante la Navidad, para escenificar este trasvase de poderes: la canonización del fútbol entre petrodólares -lo nuevo sagrado- se ha adelantado una semana al nacimiento de Cristo en un pesebre -lo viejo sagrado-.

La última justa de un futbolista argentino al que llaman Dios para convertirse en el mejor de todos los tiempos y devenir inmortal, se ha librado en Qatar; a escasos kilómetros del mayor productor de opio del mundo. Lo ha hecho guiado desde el cielo por otro jugador argentino que también es Dios pero “más importante que él, porque fue Dios antes que él” (Juan 1:1-25). Con el aplauso encolerizado de las masas que han indultado los pecados de violencia de género del primero y de fraude fiscal del segundo. Y usando los métodos que durante tanto tiempo le han funcionado a lo viejo sagrado: la santificación del domingo, la agonía en la cruz y una milagrosa resurrección.


Qatar ha propuesto el espectáculo más macabro de esclavitud, machismo y corrupción, y no solo lo hemos consentido, sino que lo hemos convertido, definitivamente, en nuestra nueva religión.

Artículo publicado en La Región.

El pezón de Venus

Siempre me he preguntado si es legítimo traer vida a este mundo infame sin consentimiento previo del nonato. Creo que tener un hijo es un acto narcisista, egoísta y cruel. Pero lo quiero tener. Supongo que mis dudas se despejan cuando calculo que, siendo la mitad de bueno de lo que fue mi padre, al niño que no pide nacer, ya le habrá valido la pena.

No tengo información suficiente para asegurar que King Richard no lo haya sido. Ni autoridad para desdecir las maravillas que cuentan las Williams. Ni siquiera para juzgar la perspectiva sobre la que se enfoca la película que producen. Pero es que nadie les ha dado la oportunidad de conocer otra cosa que no sea jugar al tenis. Y si hay algo peor que decidir la vida de alguien es decidir cómo debe vivirla.

Es una decisión que Richard Williams toma en 1980 al ver a una tenista rumana ingresar 40.000 dólares por ganar un torneo. A la mañana siguiente le dice a su mujer, Oracene, que deben tener más hijos y hacerlos tenistas.

372178 06: FILE PHOTO: Richard Williams, center, with his daughters Venus, left, and Serena 1991 in Compton, CA. Serena and Venus Williams will be playing against each other for the first time July 6, 2000 in the tennis semifinals at Wimbledon. (Photo by Paul Harris/Online USA)

La intenta convencer con cenas románticas e incluso le retira sus píldoras anticonceptivas. Mientras tanto, se empapa de literatura tenística para que Venus y Serena comiencen a pegar raquetazos a los 3 años.

El éxito de las hermanas Williams es un éxito de educación. Porque la doctrina que les instruyó su padre -recogida en un manual que de 78 páginas- funcionó. Aunque bien podrían haber acabado en una espiral de drogas, denuncias y agresiones como ocurrió con Jennifer Capriati, porque sobre el respeto a sus propias vidas, nadie les dijo nada.

No sé quién decidió que el papel de Richard Williams lo interpretase Will Smith, pero no hay dudas de que el casting fue un acierto. Tomar decisiones sobre a otros miembros de la familia identificados como débiles es una tarea que se le presupone a los hombres.

Y ahí confluyen personaje y actor. Cuando creen que lo mejor para ellos es lo mejor para su familia. Richard decide que sus hijas deben jugar al tenis para llenarse los bolsillos de dinero. Will decide que su mujer debe ser vengada con violencia física para llenarse los bolsillos de honor.

Lo hacen quizás también por miedo. Por la lastimosa contemplación de las alternativas. Ser padre de una familia numerosa, pobre y marginada en Compton o ser marido de una mujer señalada por calva en Filadelfia no son estatus que se correspondan con la robustez de su hombría que, como sus hijas y su mujer, es suya y nada más que suya.

Este comportamiento también es educado. El padre de Richard Williams observó como su hijo era apaleado por el Ku Kux Klan sin mover un dedo.

El padre de Will Smith golpeó a su madre hasta escupir sangre delante de su hijo. El hijo de Will Smith dice ahora que “así es cómo nos las gastamos”.

Entre los tres sucesos transcurre más de un siglo de heteropatriarcado e invisibilización de la mujer. Las priápicas figuras de Chris y Will, su varonil psique -el humor de uno y la rabia de otro- ensombrecen la presencia de cualquier rasgo femenino. Miento.

Las porciones del cuerpo de la mujer, como el dibujo de las diferentes partes de un cerdo en una carnicería, sí copan portadas. De ahí la importancia del pelo de Jada Pinkett. O mejor dicho su ausencia. Porque en una mujer está feo no tenerlo. Su opinión da igual, aunque nadie se haya molestado en preguntársela.

Como su marido no le preguntó si le parecía bien partirle el maxilar al humorista. O si prefería hacerlo ella misma, aunque siendo mujer, seguramente no sepa.

Si la opinión de Jada Pinkett tuviese tetas, otro gallo cantaría. En el momento del discurso de Will las cámaras enfocaron a Venus Williams porque su vestido dejaba entrever un pezón.

El pezón de una mujer negra. Que era más importante que todo lo demás, porque un pezón es superior a una calva.

Y porque ambos, en el cuerpo de una mujer, son enfermedades.

Artículo publicado en El Correo Gallego.

El león que ascendió del infierno belga

La nobleza del león británico, Winston Churchill, hizo que escogiera el deporte de William Web Ellis como su favorito, llegando a asegurar que: “el rugby es un deporte de hooligans jugado por caballeros”. Supongo que el XV del León, por compartir tal apodo felino, también tiene algo de lo que tenía Churchill. Su historia así lo refleja.

Un 18 de marzo, pero de 2019, la selección española de rugby jugaba un partido por el que llevaba esperando 20 años. Ese era el tiempo transcurrido desde que España accedió a su primer y único Mundial, el de Gales de 1999, tras clasificarse ante Portugal. De haber ganado en el Petit Heysel de Bruselas, España habría jugado el último Campeonato del Mundo, el de Japón 2019. Pero no fue así.

España y Bélgica se enfrentaban en el último partido de la Rugby Europe International Championships por las dos plazas directas que daban acceso a Japón. Una tercera selección, Rumanía, esperaba el resultado para evitar la repesca. La Federación Europea, dirigida por un rumano, cometió la tropelía de designar a otro rumano acusado de corrupción para arbitrar la contienda hispanobelga que dirimía el futuro de su país.

Y Bruselas se convirtió en un infierno. El plan de los leones era volver a paladear la sangre de los Diablos Rojos tantas veces derramada. Pero el árbitro Vlad Iordachescu tomó el legado de su homónimo y paisano Tepes para cambiar las heridas y, con innumerables golpes de castigo, succionar la poca sangre de un león sin melena ni hegemonía en un partido para el olvido.

Como si los leones fueran descuajados de su hábitat, los jugadores de la selección enajenaron a la conclusión del partido y provocaron una lamentable tangana que nada tiene que ver con la nobleza del rugby.

La selección española pidió que se repitiese el partido, pero la World Rugby dejó a los tres países en liza sin el Mundial de Japón.

De algún modo, el rugby no quería que España se clasificase para aquel Mundial de Japón. No así. No de aquella manera. Los leones expiaron sus pecados y los de rumanos y belgas para regresar a sus orígenes y verse delante de una nueva oportunidad histórica, otra vez contra Portugal, esta vez sí, 23 años después.

El infierno de Bruselas cumplió este viernes tres años y lo hace con España legítimamente clasificada para otra cita mundialista, la de Francia.

No tengo dudas de que la intercesión de Kawa ha sido clave, porque esta manada henchida de cicatrices, también tiene ángel.

Dicen que los leones duermen gran parte del día pero hay quince que se han despertado y rugen porque tienen hambre.

Artículo publicado en El Correo Gallego

8 de marzo del 776 a.C.

Hubo un tiempo en que las mujeres no tenían que pagar entrada en los pubs que frecuentábamos los babosos. No sé si sigue ocurriendo porque me he hecho tan viejo y casposo como aquella práctica que años después supimos que se llamaba micromachismo y que era prehistórico.

En los Juegos Olímpicos antiguos solo podían entrar al estadio olímpico las mujeres jóvenes, solteras y de buena familia. Ni las casadas, ni las viudas, ni las viejas, a excepción de la sacerdotisa Demeter que, entre tanto heteropatriarca, podría ser algo así como lo que es hoy Rocío Monasterio. Con su puesto privilegiado frente a los jueces supremos, flaco favor le hacía a sus compañeras en unos tiempos en los que la sororidad tampoco se había inventado.

Las muchachas no podían competir. Como mucho contemplar el derroche de virilidad de los atletas, con quienes sus padres pretendían emparejarlas y perpetuar la saga de los campeones, porque las mujeres solo valían para dar hijos. De hecho los deportistas corrían desnudos y con su hombría al viento para que ninguna mujer se pudiera infiltrar en los Juegos. Quebrantar esta norma se pagaba con la vida: de ser descubiertas, las mujeres eran despeñadas desde el monte Tipeo.

Solo Ferenice, madre de Pisidoro, se jugó la vida vistiéndose como un hombre para entrar en el estadio y ver luchar a su hijo. Al correr hacia él para celebrar su victoria, su túnica se rasgó descubriendo su identidad, pero fue indultada por ser de familia de campeones. La mayor afrenta que se le puede hacer al coraje de Ferenice y a la lucha histórica de las mujeres la perpetraron los nazis en Berlín 1936 cuando travistieron a un hombre para colocarlo en la competición de salto de altura y dejar fuera de ella a una deportista que era mujer y judía. Y que solo le faltaba ser negra.

Casi tres mil años después, las mujeres siguen siendo usadas en muchas ocasiones como ganado y pasto para las bestias, vetando su entrada a lugares reservados para los hombres pero ofreciéndolas como premio de feria y reclamo. Y no habrá sido por las sucesivas tentativas para enmendar este deleznable agravio.

Si los Juegos Olímpicos se celebraban en honor a Zeus, dieciséis mujeres reunidas por Hipodamía -una de cada ciudad de la región de Elis, donde estaba Olimpia- recibieron el encargo de organizar unos juegos en honor a su hermana Hera. Se dice que las dieciséis mujeres tejían un peplo a Hera (que corran si quieren, pero al menos que cosan) para convocar la competición. Como los olímpicos, también se celebraban cada cuatro años, en el estadio y las vencedoras eran coronadas con olivo y homenajeadas con estatuas. Pero, a diferencia de los olímpicos, las mujeres competían vestidas. Portaban un quitón que solo mostraba sus piernas y hombros. Los pezones femeninos que hoy perturban a instagram y que motivan canciones reivindicativas candidatas a Eurovisión, ya generaban pánico en la cuna de la civilización. Y de aquellos lodos, vienen estos pixelados.

Pero aunque parezca imposible, hubo una mujer capaz de conseguir una medalla de oro en el gran evento olímpico y priápico. Cinisca nació en el 440 a.C. para hacer historia, o al menos hacerla de algún modo. Al ser espartana, partía con una ventaja importante con respecto a las mujeres griegas. Las espartanas eran feminazis y hacían lo que le salía del coño: practicaban deporte, cazaban, montaban a caballo y pasaban “olímpicamente” del hogar. Pero Cinisca no fue campeona olímpica por ninguno de estos motivos sino por tener dinero. Pertenecía a la realeza como hermana de reyes y esto le permitía tener cosas diversas, entre ellas caballos. La hípica era el único deporte en el que las mujeres podían conseguir algo en los Juegos Olímpicos, porque no se premiaba al auriga o jinete, sino al propietario o propietaria de los caballos vencedores. Y los caballos de Cinisca ganaron en dos ocasiones la carrera de cuadrigas. Después de Cinisca, los equinos de otras mujeres también ganaron carreras, pero siempre se trataba de reinas, princesas o señoras fetén. Así que lo de Cinisca, desgraciadamente, no fue para tanto en términos de igualdad. Fue algo así como si el Rayo Vallecano hubiese ganado dos Champions cuando lo presidía Teresa Rivero.

Hubo que esperar unos 2.500 años para ver de nuevo un oro femenino, el conseguido por Charlotte Cooper en París 1900, pero como era tenista, es un logro que nadie tiene en cuenta, como los 24 títulos de Grand Slam de Margaret Court. En Tokio participó la primera mujer transgénero en unos Juegos no sin polémica, porque parecen evidentes las ventajas biológicas (y psicológicas, dirán los cavernícolas) sobre la mujer por haber nacido hombre.

La ciudad parisina, de nuevo, marcará otro hito en la igualdad deportiva en los próximos Juegos de 2024, alcanzando por primera vez en la historia una participación matemáticamente igual de hombres y mujeres deportistas. No ocurre lo mismo en el caso de los entrenadores acreditados, donde las mujeres solo representan el 10% ni en la Comisión Ejecutiva del Comité Olímpico Internacional, donde son solo el 33%. Y es que todo el mundo sabe que las mujeres no son inteligentes ni toman buenas decisiones.

Así que probablemente, lo único serio de este artículo sea la lapidaria verdad de que queda una barbaridad de trabajo por hacer.

Artículo publicado en La Olimpipedia

Ucrania, bomaye. Ucrania, mátalo.

La historia de Ali es tan grande que sobrepasa las fronteras que no deberían existir. Cuando en 1966 fue convocado a la Guerra de Vietnam, ya se había proclamado campeón olímpico y mundial y, uniéndose al Malcolm X y al islam, le había mostrado al mundo que no existía ni una sola religión ni una sola ideología. Se negó a combatir porque: “ningún vietcong me ha llamado nigger”.

Y le costó un riñón. Fue despojado de su título mundial y su licencia de boxeador, condenado a cinco años de prisión y privado de su plenitud como deportista. Todos pensaron que su absolución, en 1971, llegaba tarde. Se enfrentó a Foreman para volver a embucharse el cinto dorado. Lo hizo en la frondosa selva de Zaire jaleado por 60.000 gargantas que gritaban aquello de “Ali, bomaye”, -“Ali, mátalo” en su lengua bantú-. Y vaya si lo mató. Ali tumbaba a Foreman y al despotismo en el octavo asalto.

Si Ali rehusó unirse al bando opresor de una ofensiva que quería descomunizar a los vietnamitas a bombazo limpio; hoy, los boxeadores ucranianos se unen al bando oprimido de una guerra que pretende desnazificarlos a ellos, que son quienes reciben los misiles.

Lo hacen también como campeones olímpicos y mundiales. Vitali Klitschko se coronó hasta en doce ocasiones y solo perdió dos combates. Su hermano pequeño, Vladimir, llegó incluso más lejos que él. Conquistó 24 títulos mundiales y se colgó el oro en Atlanta. Se alistaron tras dominar el cuadrilátero durante dos décadas: “cogeremos las armas y defenderemos el país”. Oleksandr Usyk Vasyl Lomachenko están con ellos. Fueron campeones olímpicos de peso pesado y peso ligero en Londres 2012. Ahora están considerados como dos de los mejores boxeadores libra por libra. Su decisión fue la misma: posponer sus combates e incorporarse al batallón de defensa.

En el ejército ucraniano también hay Grandes Maestros Internacionales de ajedrez, entrenadores de Champions o tenistas de Grand Slam. Sin vacilar, cambiaron trebejos, balón y raqueta por kalashnikovs.

La historia de Ucrania cuenta que los referentes en los que se inspiran hicieron lo propio. En pleno Tercer Reich, un equipo de futbolistas ucranianos que escapaban del holocausto, el FC Start goleó al ejército alemán. El último encuentro que disputaron fue el archiconocido Partido de La Muerte. Dicen que un oficial de la Gestapo los advirtió de que los fusilarían si ganaban. Trusevych, alma máter del equipo, replicó: “jugaremos hasta la muerte”. Vencieron 5-3 y años después la Gestapo cumplió su amenaza.

Ali nació el 17 de enero de 1942 en Louisville.

El FC Start se gestó en ese mismo 1942 en una panadería de Kiev.

En 2022 se cumplen 80 años de ambos acontecimientos y los boxeadores ucranianos han recogido el legado de su deporte y de su país para enfrentarse a Putin.

Hoy no somos 60.000, sino 8.000 millones los que gritamos: “Ucrania bomaye. Ucrania, mátalo”.

Artículo publicado en El Correo Gallego

Cuando fuimos los mejores

La muerte de un joven es más desoladora que la de un niño. Puede que sea porque nunca se espera. Porque se produce una vez superada la inmadurez de los sistemas fisiológicos del puerperio y antes de que el envejecimiento haya podido deteriorar el organismo.

Y porque la valoración social de la vida de un joven es incalculable. Con su muerte se pierde la inversión en su crianza y el retorno de toda una futura vida productiva.

Supongo que cada vez que un joven muere, algo se resquebraja en nuestro interior con una intensidad directamente proporcional al fulgor que desprende la vida cada vez que Mella, Yeremay o Noel arrullan el balón en Riazor.

Y es esa vida que emerge de las diabluras que un puñado de irreverentes querubines con la que intentamos recomponer nuestros sueños rotos. Porque creemos que todos los pedazos del cofre de los descalabros aún sirven para algo. ¿Para qué si no los habríamos conservado? Para regodearnos en todo lo que no hemos conseguido en nuestra vida y la gran mayoría de cosas para las que ya estamos viejos.

Y de repente llegan ellos. Con sus pelos pintados, sus gomas de colores y sus miradas incorruptas. Llegan ellos con el brío de quien nunca ha tenido que pagar el fracaso. Llegan ellos que no recuerdan que hubo un tiempo en el que el Dépor paseaba su blasón con soberbia por toda Europa. Llegan ellos que convierten nuestra catarsis en un juego. Llegan ellos y nuestros sueños, esos que guardamos por si acaso, se reactivan.

Porque hubo un tiempo que en A Coruña eran los mejores. Y es tan importante el hecho de haberlo sido como la capacidad de recordarlo. Por eso la canción de Loquillo comenzó a atronar en todas las salas y discotecas del Orzán y desde el Playa hasta el Portiño. Para que sus desgarradas notas cayeran en las heridas de los deportivistas como el limón del heroinómano que se ha quedado sin su dosis. Al sol de los lunes que ya no alumbran sino abrasan.

El duelo por el penalti de César que dejó al Dépor sin su final de Champions se ha hecho mayor de edad. Y ese ha sido justo el tiempo necesario para que la cohorte de muchachos que nació de las lágrimas de un 4 de mayo de 2004, hayan adquirido uso de razón y de balón para devolverle la alegría a una ciudad resignada a la Primera Federación, aunque nadie sepa lo que es.

Los juveniles del Deportivo ganaron la eternidad desde ese lugar fatídico donde la suerte siempre le es esquiva a los blanquiazules y, si cabe, de una forma más cruel que la de sus predecesores. Porque cuando se tienen 16 años todo duele más, como cuando te rompen por primera vez el corazón.

Hoy el corazón de la afición deportivista vuelve a latir. Porque la mejor hinchada de este país, esa que aún elige a su equipo por un criterio de adscripción geográfica, ha sabido sacar de su síndrome de abstinencia la convulsión necesaria para que 20.115 gargantas les canten a dos docenas de chavales lo que no recuerdan.

Quien no conoce su historia está condenado a repetirla pero en A Coruña ya no.

Los de siempre llevan cantando dos décadas que “cuando fuimos los mejores y la vida no se pagaba, en todas las esquinas mi juventud se suicidaba”. Es una letanía tan repetida que se ha convertido en advertencia.

Los infantes del Dépor ya saben que su virginidad está al servicio de la historia, que sus siete vidas solo se podrán consumir ahora que son los mejores.

Mañana les tocará cantar a ellos.

Artículo publicado en El Correo Gallego.

1998 y los Reyes charros

Las porterías del Helmántico siempre me sedujeron. Supongo que el singular arco curvo que formaban sus caños traseros, esos que sujetaban palos y travesaño, deleitaba la visión casta de un niño de 12 años. Supongo que ese niño empezaba a entender que las formas contoneadas eran mucho más sugerentes que lo cuadriculado y convencional. Y supongo que dentro de aquella inconsciencia, la excitación generada por el fútbol era lo que más se podía acercar al desconocido orgasmo.

Cuando se tienen 12 años se empieza a vislumbrar la estúpida frontera que divide la inocencia del maniqueísmo. Pero no se cruza. Se prefiere continuar recorriendo las calles tomado de la mano de quienes aún piensan por ti, sobre todo cuando es Navidad, porque en Navidad hay regalos y chocolate con churros. Y es ahí cuando todavía no se tiene la constancia de que todo tiempo pasado fue mejor, porque en el momento que fijamos nuestros primeros recuerdos, no tenemos con qué compararlos.

Fue esa la razón por la que en mi primer año en las Carmelitas y ya con pelos en el bigote perjuré ante el tribunal de la clase de 6ºB que creía en los Reyes Magos. Lo hice para mantener vivas en mí muchas llamas, entre ellas la que se resistía a creer que la epifanía no era más que una pantomima y que los Reyes Magos eran los padres.

Fue en ese mismo año 1998 cuando se produjo mi última Noche de Reyes como creyente. Como niño. Y fue memorable porque además de regalos y chocolate con churros había fútbol en El Helmántico y sus rollizas porterías. Y supongo que aquello era lo que más se podía acercar al desconocido orgasmo.

Cuando tenía 12 años no había otra forma de consumir deporte que no fuese con papá porque cuando tenía 12 años había fútbol en abierto para los pobres. Antena 3 brindó a toda España uno de esos episodios de David contra Goliat que parece que solo ocurren en el fútbol inglés. El Salamanca vencía al todopoderoso Barcelona con tres goles en los últimos diez minutos, dos de ellos del mítico Cuqui Silvani.

Eran otros tiempos porque en el Salamanca estaban Zegarra, César Brito, Bogdan Stelea. En el Barcelona, Sonny Anderson, Bogarde, Fernando Couto. En el Parma, Verón, Buffon, Sensini. En el Manchester United, Schmeichel, Solskjaer, Sheringham. En el Ourense, Bizarro, Kortina, Baba Sule.

En la NBA, Larry Bird era elegido mejor entrenador al mando de los Pacers de Miller. En Roland Garros vencían Carlos Moyá y Arantxa Sánchez Vicario. En un motor en el que todos los pilotos eran conocidos reinaban Doohan, Häkkinen y Mäkinen. En el mejor mundial de fútbol que recuerdo, Davor Suker fue el máximo goleador.

En las vetustas pistas de tenis de Santo Domingo, un padre y un hijo jugaban un partido cada domingo.

Y es en ese torrente de recuerdos en el que me rindo ante la incontestable evidencia, ahora que ya conozco más cosas, de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Artículo publicado en El Correo Gallego.

Tonya o Surya, blanca o negra, Navidad al fin y al cabo

Es curioso que cinco días antes de la Navidad se celebre el Día Internacional de la Solidaridad. Y digo que es curioso porque, por definición, viene siendo lo mismo. La pobreza que pretende erradicar el día de las Naciones Unidas es la misma que eligió Jesús al nacer en un pesebre, y ambas efemérides dicen que la igualdad solo será igualdad cuando todos tengamos los valores adecuados.

Las abarrotadas pistas de hielo que se disponen en las principales plazas y centros comerciales en estas fechas son un lugar que mucho tiene que decir acerca de esa igualdad. O, cuanto menos, de la lucha por conseguirla. Hablamos del patinaje artístico. Hablamos del color de la piel.

Con tres años de diferencia, Tonya Harding y Surya Bonaly fueron rivales y dos de las mejores patinadoras de la historia. Pero no fue sencillo para ellas. Con sus cuchillas debían ejecutar cada salto y romper los prejuicios de los jueces que las encasillaban en los lugares que creían corresponderles por ser blanca y negra, respectivamente.

Campeona de Estados Unidos en 1991 y 1994, Tonya Harding protagonizó una encarnizada rivalidad con Nancy Kerrigan. No lo tuvo fácil desde un principio. Nacida en el seno de una familia pobre, su madre trabajaba como camarera y cosía a mano sus trajes, puesto que no se podía permitir el costo de un deporte en el que todo era fastos y lentejuelas. Además Tonya fue víctima de su abuso físico y psicológico, siendo golpeada en repetidas ocasiones. En medio de este escenario, Tonya se preguntaba por qué los jueces siempre escogían la ejemplaridad de Kerrigan. “No eres lo que buscamos”, le decían. El sueño americano no podía apadrinar a una mujer de la White Trash -basura blanca-, pobre, republicana y ultranacionalista. Todo ello desembocó en uno de los episodios más violentos de la historia del deporte, con amenazas de muerte y ataques físicos, del que siempre se culpó a Tonya Harding.

Campeona mundial júnior y nueve veces ganadora del Nacional de Francia, Bonaly se quedó siempre a las puertas de un oro mundial. Nacida en Niza con el nombre de Claudine, sus padres afirmaron que había nacido en Reunión para hacer la historia más atractiva. Los comentarios inapropiados sobre su cuerpo musculado, su color de piel y su vestimenta eran la comidilla de la prensa. Llegó a denunciar “un sesgo racista” en sus calificaciones: “Tenía que hacerlo mejor que bien para ser aceptada”. Japón fue su penitencia y su redención. En los Mundiales de Chiba en el año 1994 se negó a subir al podio para recibir la plata tras una decisión injusta. Cuatro años más tarde, en los Juegos de Nagano, ponía fin a su relación con el patinaje amateur con un salto prohibido: un mortal hacia atrás aterrizando sobre una cuchilla. Lo hizo para enamorar al público.

Nancy Kerrigan, Surya Bonaly y Tonya Harding coincidieron en los Juegos Olímpicos de Albertville 92 y de Lillehammer 94. Kerrigan consiguió un bronce y una plata. Surya, un quinto y un cuarto puesto. Tonya, un cuarto y un octavo. Es el precio que hay que pagar cuando los vientos no son propicios. Y clasistas. Y no soplan por Navidad.

Artículo publicado en El Correo Gallego.

La feria de muestras internacionales de Barcelona y el fútbol

LA UEFA siempre será la UEFA. Como el Baskonia siempre será el TAU, el forzudo de la limpieza siempre será Mr. Proper o los helados de Nestlé siempre serán Camy. Y las imágenes del precioso trofeo sin asas factoría de los talleres Bertoni siempre estarán fijadas a la irreverencia de Maradona, a las bicicletas de Ronaldo Nazario, al botín de la Quinta del Buitre o la desgracia del Alavés.

Todo empezó con la Copa Challenge que enfrentó desde 1897 a los principales clubs del imperio austrohúngaro. La Mitropa ensanchó sus fronteras y abrazó contendientes hasta los Apeninos. El Servette suizo invitó en 1930 a los mejores equipos de Europa a celebrar su 40 aniversario. Mayor longevidad tuvo la Copa Latina: las federaciones italiana, francesa, portuguesa y española enviaban a sus campeones a una sede rotatoria.

Pero fue un inocente partido amistoso el que desató la fiebre. El Wolverhampton, campeón inglés, venció al Budapesti Honvéd, campeón húngaro, siendo proclamado como mejor equipo del mundo. Los periodistas de L´Équipe, Hanot y Ferran, lanzaron a la FIFA una propuesta para dirimir esta cuestión: una competición europea de clubs campeones de liga.

El escollo principal fue que la UEFA había nacido con otro proyecto entre manos: la Copa Internacional de Ciudades en Ferias, ideada por el presidente del fútbol inglés, Stanley Rous. El objetivo de la competición era enfrentar a los mayores equipos de las ciudades con ferias de muestras internacionales. De este modo surgieron ambas -Copa de Ferias y Copa de Europa- en 1955. Una el 18 de abril, la otra el 4 de septiembre. Una bajo el manto de la UEFA, la otra de la FIFA. Una con el Barcelona como estandarte, la otra con el Real Madrid.

El prestigio que el club blanco alcanzó con sus cinco Copas de Europa seguidas pudo ser contrarrestado en parte por un Barcelona que ganó tres ediciones de la de Ferias, siendo el más laureado.

En la primera, los jugadores del Barcelona compitieron bajo el escudo de la ciudad condal, vestidos de blanco y compartiendo alineación con Di Stéfano, que en un partido de preparación contra Bolonia jugó para paliar sus bajas. En la segunda, el Barcelona recuperó su identidad y llegó a alternar partidos con la Copa de Europa.

En 1971, justo antes de que la UEFA le diese su nombre y la dotase de oficialidad, se disputó una final entre el primer campeón y el último para decidir quién se quedaría el trofeo en propiedad. El Barcelona ganó 2-1 al Leeds, quedando su nombre vinculado por siempre a la Copa de Ferias.

Los nombres de Barcelona y UEFA han estado unidos desde los orígenes. Hoy, 66 años después, vuelven a encontrarse.

Artículo publicado en El Correo Gallego.

‘Nada’, de Carmen Laforet y Lili Álvarez

“Llegar a tu país y ver que no cuentas para nada en todo el movimiento deportivo, después de saber tu trayectoria, duele mucho, esa es la verdad. No sé, yo creo que debería ser algo así como la anciana del deporte femenino, pienso que posiblemente pudiera haber ayudado bastante a las generaciones de deportistas más jóvenes y… no soy nadie”.

Lili Álvarez nació en 1905 en Roma para darle a España una heroína en la lucha por la igualdad. En 1924 fue la primera española convocada a unos Juegos, tanto a los de invierno, en Chamonix, como a los de verano, en París. Una lesión le impidió patinar a los pies del Mont Blanc, pero sí que compitió en la cita tenística parisina donde quedó quinta. En total ganó 80 trofeos de tenis y varios torneos de patinaje, a lo que hay que sumarle el Campeonato de Cataluña de automovilismo o el de España de esquí. También era capaz de hacer treinta carambolas de una tacada al billar y practicó con éxito esgrima, equitación y alpinismo.

Abandonó los deportes de invierno cuando en Candanchú acusó al jurado de machista por hacer esperar a las mujeres y siempre denunció que los éxitos femeninos -como sus tres finales de Wimbledon- no tuvieran el mismo parangón que los masculinos: “de ellos hablan y de lo mío nadie dice nada”.

Su lucha por el deporte femenino pudo ser divulgada gracias a su verbo. Fue una consumada periodista y escritora en cuyas obras mujer y deporte adquieren un protagonismo esencial. Trabajó en el diario inglés Daily Mail, así como en conocidas revistas europeas y firmó 16 libros. Las palabras de Manuel Azaña, tras ser entrevistado por ella: “Señorita bastante tonta, con pedantería galaica, que no entiende nada”, reflejan la ignorancia de una sociedad cavernícola.

Quien sí se desvivió en elogios fue Carmen Laforet. Es lo que se desprende de las cartas que intercambiaron en una fuerte relación de amistad: “Antes pensaba que esta confianza espiritual se debería tener sólo con el marido. Ahora estoy totalmente segura de que ningún hombre la merece ni la quiere ni sabe qué hacer con ella”.PUBLICIDAD

Hoy, a pesar de sus esfuerzos, solo el 22% de las noticias deportivas son firmadas por mujeres y solo el 4% habla de ellas -un porcentaje que sube hasta el 39% durante los Juegos- y si hablan de apariencia, el 70% son sobre mujeres.

Lili no pudo recoger su Medalla de Oro al Mérito Deportivo, que llegó tarde, como muchas otras cosas. Solo la reivindicación en días como el de ayer, el periodismo honrado y la continuación de su trabajo salvarán al deporte femenino del título de la obra culmen de la única persona que supo admirarla en vida, salvarán al deporte femenino de la Nada.

Artículo publicado en El Correo Gallego.