Corría el verano del 66 cuando los creadores del fútbol recibieron su doctorado honoris causa en Wembley. El 30 de julio la reina Isabel II entregaba a Bobby Moore la Copa Jules Rimet, primera y única en posesión de Inglaterra, no sin controversia. Geoff Hurst anotaba en la prórroga un gol fantasma que deshacía el empate con Alemania Federal. «No vi entrar la pelota, pero Dienst descargó sobre mi espalda toda la responsabilidad», reconoció el juez de línea. En aquella portería de la discordia se encontraba Hans Tilkowski. La de enfrente era propiedad de Gordon Banks. Cuatro años más tarde, la RFA se vengaba de aquella afrenta inglesa. Lo hacía en los cuartos de final de otro Mundial, el de México, y marcando el gol decisivo también en la prórroga, obra de Gerd Müller. Una cerveza -parte de la idiosincrasia alemana- dejaba fuera de combate a Banks después de haber firmado la atajada del siglo a Pelé. Indispuesto se vio forzado a dejar su sitio a un inocente Peter Bonetti. La Mannschaft remontaba un 0-2 y hundía al combinado de los tres leones. Banks y Tilkowski ya no están pero fueron los mejores defendiendo su portería patria. Sus batallas rememoran la gran rivalidad que siempre guardaron ingleses y alemanes. Una enemistad sellada con «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor».
Cuatro elementos ofrecidos por Winston Leonard Spencer Churchill en su presentación en la Casa de los Comunes en 1940. Aquel 13 de mayo, el líder inglés preparó a toda una nación para una lucha sin cuartel. El rugido del viejo león levantó a todo un pueblo para sumarse a su causa vital: vencer a Adolf Hitler, el águila alemana.
Churchill y Hitler nunca se conocieron. Concertaron una cita en el 32 a la que el cancillerno acudió por estar sin afeitar.Su predecesor, Neville Chamberlain, sí se entrevistó con el dictador para firmar los Acuerdos de Múnich y cederle parte del territorio checoslovaco. No fue su único guiño a los nazis. En 1938 Alemania e Inglaterra se vieron las caras en Berlín en uno de sus primeros partidos de fútbol. Obligados, furiosos y en total desacuerdo, los ingleses saludaron con el brazo en alto para no deteriorar las relaciones anglogermanas. La ira de los isleños se transformó en media docena de goles para vencer por 3-6 en tierra hostil. 22 días después de decir aquello de la sangre y el sudor, Churchill advirtió que lucharían en mares, playas, pistas de aterrizaje, calles y colinas para derrotar a los alemanes. Hoy el campo de batalla mide 105×68.