Irse de verdad es irse cuando uno no quiere

Septiembre siempre ha sido un mes florido, pese a que en el año 2002, al mismo tiempo que nuestro club bandera cumplía cien años, recibíamos una nefasta noticia. Mi tío Abel, eternamente asido a su maletín de médico con solera, entraba, como una tarde más, en nuestra casa de Valle Inclán. Era viernes, como hoy. Mi padre, que llevaba semanas con un dolor espantoso en la espalda baja estaba trabajando, y mi madre, apurada, condujo al doctor hacia el salón. Cerraron la puerta como si escondieran algo que se podría romper en caso de ser descubierto. En el mismo instante en que el picaporte besó el cerradero, la caja torácica de mi pecho comenzó a resquebrajarse, recorriéndome un repeluzno gélido que preludiaba horrores. Aquella fue la primera vez que tuve constancia de que algo terrible iba a ocurrir, porque las puertas de la casa de Valle Inclán solo se cerraban por la noche, cuando papá y mamá hablaban de cosas de mayores. Apenas eran las seis de la tarde y el grito ahogado de mi madre confirmó todos mis temores.

De aquello han pasado ya 18 años, pero que el duelo por mi padre se ha hecho mayor de edad no lo hace más liviano. Cuando nos dijeron que mi padre se iba a morir nos lo dijeron sin rodeos y sin opciones. Nadie nos habló de indemnizaciones, ni de cláusulas liberatorias de 700 millones, ni de una extinción unilateral del contrato. Tampoco mi padre había escrito burofax alguno. Tan solo podíamos agarrarnos a los cientos de promesas incumplidas en las que nos aseguraba que dejaría de fumar “un día de estos”.

Messi se va del Barcelona. Y parece que por ello el mundo se ha tenido que parar. Pero Messi no se va del Barcelona del mismo modo en que Andrés Escobar jamás volvió a enfundarse el 2 cafetero. Ni del modo en que Drazen Petrovic o Fernando Martín no se jugaron de nuevo un tiro ganador. Ni de la manera en que Ayrton Senna no regresó a un monoplaza. Ni de la forma en que el Chapecoense dejó de llenar estadios en 2016. Messi se va del Barcelona porque quiere, algo que muy poca gente entiende en un mundo, como el del fútbol, donde predominan los silogismos obtusos.

El pasado viernes 7 de agosto recibí otra de esas nefastas noticias. Alguien me avisaba de que mi tío estaba en la UCI. Él tampoco había enviado burofax alguno ni tenía cláusula a la que agarrarse. Por avatares, llevábamos meses sin dirigirnos palabra pero fui el primero en llegar al hospital. Seguramente por miedo a que detrás del ruido del picaporte con el cerradero se escondiese otro grito ahogado.

Hoy es una tarde más, es viernes, es septiembre y es mi cumpleaños. Como regalo, a mi tío le han dado el alta. En los 28 días que ha pasado en la habitación 221 del hospital hemos superado la cláusula de 700 millones de horas sin hablar conversando de política, de Messi y de amor. Hace no mucho, en un texto de Gabriela González leía que la historia de toda relación se cuenta en tres sonrisas. La primera es la de ilusión, la segunda la de la complicidad y la tercera, “es la más bonita de todas: es la que demuestra que queda lo más valioso, lo que fuisteis, lo único que nadie os puede quitar”.

Supongo que esa tercera es la que permite que mi tío sonría cuando entro por la puerta del hospital. Del mismo modo que será la que permita que un día Messi vuelva al Barcelona, aunque esto no me importe. Para que haya una tercera sonrisa conviene hacer las cosas bien. Porque quién sabe. De lo que estoy seguro es de que ni Andrés, ni Drazen, ni Fernando, ni Ayrton, ni aquel Chape, ni mi padre han vuelto a sonreír. Y eso si que es irse de verdad. Porque irse de verdad es irse cuando uno no quiere.

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