LOS SÁBADOS por la mañana existía en casa una liturgia especial. Habitualmente asistía a mis clases de pintura con María Rosa Caporale, pero concluí por pasar la cita a las tardes de los viernes. El motivo no fue otro que santificar los partidos de fútbol sala que retransmitía la cálida voz de Rafael Recio. Lo hice con un uso de razón incipiente, suficiente para entender que no quería comprometer ni arte ni deporte. Y así visionaba, con papá y en pijama, los partidos sobre lona azul.
No parece casualidad que el primer evento deportivo retransmitido por una cadena privada en marzo de 1991 fuese un partido de fútbol sala. Dos años antes había llegado a España el fenómeno causante de mi hipnosis y de la de muchos otros niños que sollozábamos por unas Munich Gresca con que imitar sus regates utópicos en el patio del colegio. Paulo Roberto Maravilla se coló en los pósteres de las paredes de los de mi generación entre Raules, Redondos, Rivaldos y Figos. Y lo hizo desde un deporte que ni siquiera era olímpico.
Todo fue de rebote. El carioca llegó a Torrejón entrometiéndose en una operación que tenía como objetivo fichar a su compañero Robson, que terminó en Albacete. Él mismo llamó a Julio Herrero presentándose como un pívot “rápido, habilidoso y goleador”. El negocio se cerró con la misma sencillez con que Paulo enamoró al mundo: “no sé cuánto son 80.000 pesetas. Yo iría por 1.000 dólares. Si usted está de acuerdo, nos vemos en Madrid”.
Inició al Marsanz en los laureles del olimpo con una Copa. En el 92 se fue al Redislogar Coslada. Y en el 94 comenzó en Murcia los once años de su más hermosa historia de amor. En ElPozo conquistó una Liga, dos Copas, una Supercopa, un bronce europeo y una Recopa mientras interpretaba partituras del libre albedrío que salía de sus botas. En todos sus equipos fue pichichi.
Las vitrinas de los estadios donde jugó languidecían, vírgenes, antes de su llegada. La selección no fue una excepción. A los 21 años decidió jugar con España con la misma claridad con que resolvía jugadas. Lo hizo por motivos deportivos pero también familiares. Su abuelo nació en Vigo. Fue la estrella de la primera Eurocopa, consiguiendo que el trofeo se quedara en España. Un éxito que el combinado nacional repitió bajo su batuta en 2001. Pero lo que de verdad rompió el techo del fútbol sala español fue el Mundial de Guatemala en que la selección, capitaneada por él, desbarató la hegemonía de su Brasil natal, invicto hasta la fecha. Sus palabras definen su bondad: “nunca olvidaré el recuerdo de saber que éramos campeones y que habíamos hecho feliz a mucha gente”. Una invitación del Atlético de Madrid a un torneo de verano, que rechazó, estuvo a punto de cambiarlo todo.
De mi viaje a Brasil guardo una camiseta de los Juegos, un amor de verano y un correo electrónico firmado por Paulo Roberto Marques Roris, En él escribe: “Hola, este email es solo para saludar, me comenta mi amigo de Brasil que has estado con él”. Lo recibí tras un singular viaje en Uber desde Barra da Tijuca hasta Leblon donde conocí a un colega de Paulo. Y con esas dieciocho palabras, el mejor jugador de fútbol sala de la historia que se retiró hace ahora 15 años y que acaba de cumplir 53, volvía a hacer feliz a uno de esos niños que hipnotizaba en los imborrables 90 con sus regates utópicos. Y lo hizo como surgiendo de aquella magia, sin necesidad de filigrana alguna.