EL 30 DE MAYO de de 1984 el Liverpool ganaba en la Ciudad Eterna su cuarta Copa de Europa. La Roma de Pruzzo, Falcão y Conti hincaba la rodilla tras una memorable tanda de penaltis en la que Grobbelaar ingeniaba sus spaguetti legs para despistar a los transalpinos y conducir al triunfo desde el punto fatídico. Casi una veintena de años después, Dudek copiaba el ritual en Estambul con el mismo efecto.
El 22 de mayo de 1988, Osasuna alcanzaba su mayor hito hasta la fecha rematando la Liga en quinto lugar y por delante de potencias como el Barcelona. Casi una veintena de años después, finalizaba en cuarta posición, como en la 90-91, y lograba por primera vez el billete para una Champions que finalmente no disputó.
Nací en 1986. Dos años después de que un joven Robinson levantara la Orejona tras jugar la prórroga de aquella mítica final y dos años antes de que un jugador más baqueteado, liderase una plantilla inolvidable que enamoraba al Sadar con un trío ofensivo formado por el de Leicester, Sammy Lee y un barbilampiño Jon Andoni Goikoetxea.
Los de mi quinta nos lo perdimos todo del Robinson como jugador, pero pudimos exprimir hasta la última gota del Robinson como leyenda, como patrimonio universal del deporte.
Los domingos por la noche siempre tuvieron en nuestra casa un olor especial, el del chaquetón de papá; un sabor peculiar, el de las empanadillas del Cortés, y un sonido característico. Pronto me enganché a su meliflua voz de gracejo anglosajón, esa que nunca moduló hacia el castellano normativo por exigencias del guión. El tono ondulante de su labia me producía conforto mientras papá se desvivía porque comprendiese las particularidades de un orsay.
Pero si Robinson se convirtió en tótem fue a través de un videojuego que representa todo el vicio que un niño de 9 años puede asumir, antes de ir añadiendo a la lista innumerables pecados. La descarga de dopamina que se desataba con cada PC Fútbol hacía que, sin conocer su historia, ya comenzase a idolatrar a aquel señor bonachón que aparecía en el anverso. Su decisión de jugar con Irlanda, el mecenazgo del rugby en España y su pasión por el Cádiz, confirmaron que la intuición de un niño jamás se equivoca.
Con El Día Después llegaron las carreras de los lunes, tras las clases de futbito con Cholo, para llegar a casa antes de las ocho y poder disfrutar de la emisión en abierto de un canal prohibido. Y de lo bien que sentaba reírnos con Lo que el ojo no ve.
Cuando se sacó de la chistera ese regalo llamado Informe Robinson ya éramos mayores. Las plataformas de video online democratizaron su visión más intimista y curiosa con que analizaba todas las caras de un vasto poliedro llamado deporte. Los mismos niños que corríamos para ver EDD al calor de la familia, nos apiñábamos en pisos universitarios para, con la misma fascinación, visionar La leyenda de Tittyshev.
Me da la impresión de que siempre que Robinson consigue algo grandioso, pasa mucho tiempo antes de que se vuelva a igualar su gesta. Y algunas situaciones jamás volverán. El relato de hoy es familiar porque Michael siempre ha sido uno más en nuestras casas.
Casi una veintena de años después, los domingos ya no tienen ese olor al chaquetón de papá ni ese sabor a empanadillas del Cortés. Pero el eco del acento inglés de Robinson siempre nos guiará a momentos en los que fuimos felices.