Parricidio en El Palmar

“Cuando te fijas en todo lo que ha logrado hasta ahora, el ‘mago español’ es el mejor jugador que a su edad haya jugado al tenis”. El mago español es Alcaraz porque cuando blande la raqueta evoca al Mago Merlín con su báculo de Ávalon. El autor de la frase es Rick Macci, quien ocupa el escalón más alto de la pirámide de los entrenadores. Sus manos han esculpido los halos más brillantes. Roddick, Capriati, Sharapova y, sobre todo, las hermanas Venus y Serena. En 1991, viajó hasta Compton, el salvaje suburbio de Los Ángeles, para chequear el nivel de las hermanas tras ser urgido en repetidas ocasiones por su padre. Allí, obnubilado por la calidad de las jóvenes, extendió un contrato por el que proveía formación, alojamiento, comida y educación gratis en su escuela de Florida a cambio del 15% de sus premios. El padre de las estrellas, replicó otro acuerdo en el que solicitaba una casa para toda la familia, educación para todas sus hijas, empleo y acceso a los entrenamientos. Richard Williams es conocido por sus injerencias en el trabajo ajeno, pero los dos lo vieron tan claro que no había cláusula que tumbase la coalición y estrecharon sus manos.

Carlos Alcaraz -padre- y Juan Carlos Ferrero acaban de firmar la antítesis de este concierto en Murcia. Sus discrepancias han sido suficientes a la hora de renovar la relación contractual sobre la mentoría de su hijo y han puesto fin, sin rodeos, a una alianza gloriosa de siete años y seis Grand Slams, una plata olímpica o dos trofeos de Número 1 que se han ido al limbo de las cosas que Dios sabe si volverán a ocurrir. Los ventajistas dicen que esto se veía venir cuando se introdujo en el equipo a Samuel López, pero la noticia, inesperada y turbulenta, ha sido un jarro de agua congelada en la calidez de una unión que parecía indisoluble.

Un matrimonio que excedía, por mucho, al deporte. Un vínculo paternofilial de afecto, devoción y una báscula minuciosamente calibrada entre deber y poder. Carlos es el verso blanco del tenis, el huracán desbocado, el manantial de energía rebosante que amenaza autólisis. Ferrero, el anticiclón sereno que le fuerza a tomar tierra. Que le dice que no toca la Fórmula 1, que le pauta su ocio ibicenco, que le recuerda esa relación inexorable entre el sudor y los sueños. “Para ser el mejor de la historia, esclavo tienes que ser. Si no, hay que aceptar que quizá no llegues a tu mejor versión”.

La franqueza de Ferrero nunca ha sido negociable. “Me hubiera gustado seguir”, cuenta lacónico en su despedida. Su plan, antes de que todo saltase por los aires, era permanecer diez años con Carlos para, tras una vida recorriendo el mundo, centrarse en su academia de Villena. Puede que, más allá de la discordia económica, ese haya sido el detonante. La Ferrero Tennis Academy nacía en 1990 en Alicante. Tres años después, la que hoy es conocida como la Carlos Alcaraz Academy que dirige Carlos Alcaraz senior en El Palmar. Los intereses, la mercadotecnia y los egos no debieran enturbiar la armonía y parece que sí lo han hecho en lo que el tiempo amenaza convertir en un error craso y flagrante.

¿Qué ocurrirá ahora que Alcaraz ha perdido el termómetro que controlaba su fuego? ¿Será el nuevo Ícaro, condenado por su desobediencia, o aparecerá un nuevo gurú que lo domeñe? La frase de Rick Macci con la que abre este artículo exaltando al ‘mago español’ continúa: “No obstante, en la vida no se trata de cómo o dónde empiezas, sino de dónde terminas finalmente”.

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Un obituario sport, ilegal y extremo

Puede que muchos crean que las únicas tangencias detectables de Jorge Martínez con el deporte se reduzcan a asuntos de alcoba. No les faltaría razón pues el líder de Ilegales se pasó media vida reconociendo sus contrariedades con ítems del ejercicio que las hordas fanáticas acogieron como himnos de una métrica cruda, transgresora e imperecedera de las cosas que ya no se pueden decir. “Tengo un problema sexual, soy una bicicleta” y “es mi deporte favorito el adulterio” son dos apotegmas que no esconden mayor verdad que la sátira, pues debajo de los 186 centímetros de pellejo que cubrían al ser más irreverente del rock nacional, había un deportista en potencia que nunca derivó en acto. Su carácter conflictivo lo derivó a un colegio militarizado en el que decía ser “el atleta más brillante”. Corría y jugaba al fútbol como delantero tanqueta; no le dieron la oportunidad en el boxeo por “frío y destructivo”, pero sí encontró la dicha en el hockey. Tal fue la destreza que adquirió con el stick que, tiempo después, lo utilizó como mazo de la justicia en el cenagal del proxenetismo en favor de las mujeres humilladas. Porque Jorge, además de feo y fuerte, era formal.

A Roberto Iniesta no se le conoce un pasado tan prolífico en la gimnasia como el de su colega. Sí es sabido que sus padres, Carmen y Juan, eran profundamente colchoneros y fundadores de la peña atlética de Plasencia. El ‘hombre pájaro’ recibió en herencia la liturgia del Calderón y en abril de 1996, justo el día en que grababa el video de ‘So Payaso’ y al lado de otro líder transgeneracional como Rosendo, se enfundó una casaca tan mítica como la del mecenazgo de ‘Marbella’. El Atleti ganó el doblete y, años después, explotó el ‘Caso Camisetas’ que bien podría haber sido el leitmotiv de cualquier tema taleguero de Extremoduro. Es probable que la filosofía del fútbol de barrio se adhiera al verso de Robe, de espíritu rebelde y vocación honesta, de cantar a las cosas que duelen, que supuran y que salen del tuétano que se rasga. De la abnegación y la redención constantes, que nos unen en ese camino en el que “todos, como hermanos, repartamos amores, lágrimas y sonrisas”.

El rock, el deporte y la dopamina forman una tríada indisoluble por la que seguimos en pie. Bruce Dickinson, vocalista de ‘Iron Maiden’ fue uno de los diez mejores esgrimistas británicos y todavía saca lustre al florete; Lars Ulrich, batería de ‘Metallica’, una de las mayores promesas del tenis danés; Rod Stewart dejó la cantera del Brentford por la música y ya en terreno patrio, la historia de Loquillo con el baloncesto, merece un punto y aparte. Entrenado por Aíto García Reneses y compañero de Epi, quien lo bautizó, llegó a jugar en el Mataró donde las chupas de cuero y la sombra de ojos no terminaron por encajar en la disciplina de la época. Fue precisamente de Loquillo una de las despedidas más sentidas a Jorge Ilegal, “real, como la vida, una batalla campal desde el principio”. Porque todo esto es cíclico.

No se me ocurre mejor forma de cerrar este obituario que con una frase de quien no creía en nada porque ahí es donde residen todos los abismos de los que hablaron los genios valientes. Quevedo, Bukowski, Bazán, Zola y por supuesto, Nietzsche, que consideraba perdidos “los días en que no hemos bailado al menos una vez”.

A Jorge, a Roberto y a todos los poetas muertos.

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Orfebres del fútbol sala femenino

El 28 de diciembre de 1990 el septentrión peninsular acogió un parto furtivo. En un remoto pabellón de Carballo un grupo de mujeres viste por vez primera el escudo del castillo, el león y la granada. Su rival es una paradoja. La selección gallega la antecede y la alimenta. El Sal Lence y el Meirás, henchidos de copas, sus principales proveedores. Roberto Amado se tira de los pelos para armar una convocatoria en la que, finalmente, escintilan cuatro apellidos oriundos. Beatriz Seijas, Vero Díaz, María Varela y Ana Silva escudan a la madrileña Kuky, primera capitana y astro. Tan difícil es el dilema que un coloso como Lis Franco, que ya vio nacer a la selección de fútbol en Galicia, se queda fuera. Las de rojo ganan 8-0 y Bea Seijas abre la lata, como hará cinco años más tarde con la primera selección auspiciada por la federación de fútbol. Cuente como se cuente, el primer gol siempre será nuestro. Al día siguiente llega el primer duelo internacional. Es contra Portugal en Narón. España vence 4-1 y ya no hay quien frene su biografía.

Cuando la selección femenina aún juntaba sus piezas, los hombres ya habían disputado un mundial. El primero masculino fue en 1989 en Países Bajos. Desde entonces se han celebrado diez ediciones con bombo y platillos de la FIFA. Mientras tanto, las mujeres permanecieron 36 años en la clandestinidad, con un mundial oficioso organizado por ellas mismas que no ha conocido otra campeona que Brasil y suomnipotencia insultante. De los 202 partidos jugados por la selección española solo una décima parte han sido oficiales. Son los tres europeos en los que se ha consagrado como absoluta emperatriz continental y este primer mundial con pedigrí. Hoy, todas las mujeres futbolistas de salón se liberan del yugo en Filipinas, en el primer torneo planetario con todas las de la ley. Demasiado tarde, pero de una forma mistérica y mágica en la que todo se repite.

Cuatro gallegas han vuelto a tirar del carro; además de la pléyade forastera que siente Galicia como propia, comandada por una Dany incombustible. Las razones de que en este córner siga emergiendo tanto talento se llama Burela, decretado como el mejor equipo del mundo, así como Poio, Marín, Viajes Amarelle, Ourense, Castro, Marín o Cidade das Burgas. Ale de Paz, Antía Pérez, Martita y, sobre todo, Vane Sotelo, son las escogidas.

La capitana apareció con 19 años de la mano de José Venancio para enfrentarse a gigantes y ya ha sido la máxima goleadora en dos mundiales oficiosos y un europeo. A la ourensana le ha llegado el brazalete tras esa maldición faraónica que ha perseguido al grupo a punto de alcanzar la Tierra Prometida. La atrocidad es la única explicación de que Anita Luján y Peque, con 255 partidos entre ambas, se hayan quedado sin una fiesta que también se le ha privado a Mayte Mateo. Pero la tercera en discordia, Sotelo, ha aceptado el desafío de iluminar el camino con un fogonazo a la escuadra tailandesa. El primer gol de nuestra historia en un mundial de verdad, vuelve a ser gallego. No podía ser otra: 95 goles en 99 partidos.

El bronce del mundial de Filipinas puede saber a poco, pero es mucho, contando que Brasil es tan inexpugnable como Cerbero. Nadie ha podido toserle. Lleva 43 partidos sin perder y ha ganado todo torneo en el que ha participado: ocho Copas América, seis mundiales oficiosos y este primero oficial. El duelo de semifinales se le atragantó a una España con menor experiencia. La media de edad de las canarinhas es de 32 años, próxima a un cambio generacional. La nuestra, de 27. Las hermanas Córdoba, Irene Samper, María Sanz o Elena tienen todo por delante.

Si todo transcurre con normalidad, el próximo mundial será en 2029. Sotelo tendrá 34; Anita Luján, 38 y Peque, 42, justo la edad a la que Lucileia acaba de proclamarse campeona del mundo. La imagen de las tres capitanas levantando la copa será la redención idónea de todas las que lucharon desde el barro y los pabellones vacíos. El fútbol sala mundial lleva el nombre de nuestras reinas tatuado desde sus inicios. La corona es solo cuestión de tiempo.

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El fútbol nació en Escocia

Hace unos días las fallas de las Highlands se estremecieron hasta lo indecible. La sacudida fue de tal magnitud que a punto estuvo de despertar al monstruo del lago; de romper Escocia en dos, en tres, en cuatro pedazos peligrosamente proporcionales a los goles que llovían en Hampden con nostalgia celta. Quizás por eso también aquí los sentimos propios. Por ese trisquel común tatuado en la amígdala.

Escocia volverá a estar en un Mundial por primera vez desde 1998 en un relato que ya forma parte de las leyendas artúricas. De fondo se escucha una melodía in crescendo. En todos los bares de Glasgow, en todas las tascas de Edimburgo, mujeres y hombres recitan el poema heroico heredado de sus bardos que retumba cada vez que la selección anota. Le cantan a su país que han caminado 500 millas y que caminarían 500 más por ser los que se levantan, trabajan y se emborrachan al lado de su amor. Al fin y al cabo, de eso trata la vida.

Es una danza tribal que celebra el tartán, las gaitas y el whisky. Un ritual que sublima comunidad, sangre y linaje. Es un himno que embauca. Un espectáculo salvajemente indígena. Porque aquí empezó todo. Puede que te hayan dicho que los padres de esto de las patadas y el balón son ingleses y que recogieron sus normas en 1863. Pero el fútbol de verdad nació en Escocia en un día como hoy. El 30 de noviembre de 1872, tras una serie de encuentros en el barrio londinense de Kennington, Escocia e Inglaterra disputaron el primer partido internacional de la historia. Fue en el campo de cricket de Hamilton Crescent, en Glasgow, coincidiendo con el día del patrón. Apenas un chelín de entrada y 4.000 testigos de un momento estelar zweigiano. La rivalidad histórica de pictos y anglos; de Alba y Albión; de San Andrés y San Jorge; de William Wallace y Eduardo I; de María Estuardo e Isabel I; de católicos y protestantes; de Burns y Shakespeare; de Europa y Brexit; de unicornios y leones; del cardo y de la rosa; pasaba a un nuevo plano, más relajado: el 90×120.

116 veces se han batido en el verde: 49 para Inglaterra, 41 para Escocia, 26 tablas y siempre con insondable expectación. Los Escocia-Inglaterra de Hampden aparecen doce veces en la lista de los 20 partidos con mayor asistencia, llevándose la palma el de la British Home del 37 que vencieron los norteños ante 150.000 almas. Solo milagros como el Maracanazo superan tal barbaridad.

Eso es el fútbol de selecciones. Allí donde se liman las aristas de lo irresoluble y se alcanza lo imposible. Donde Curazao, una minúscula isla del Caribe, se mete en un Mundial. Donde Jordania, en medio del fuego abierto entre Irán e Israel, hace lo propio. Donde Haití engaña a la pobreza con goles. Donde el África negra enseña sus colores. Donde todo Portugal suspira por otro récord del hombre de las mil dianas. Donde incluso España, abonada a un fracaso secular, borda dos estrellas en un santiamén.

Dice el colega Borja Pardo que “el sentido de pertenencia de un país a través del fútbol es un plato gourmet que se cocina a fuego lento”. Me seduce Galeano cuando asume que “todos los uruguayos nacemos gritando gol”. Y empatizo con el Alfredo de Sorrentino cuando trasciende su miseria a través de Maradona que “ha vengado al gran pueblo argentino, oprimido por los innobles imperialistas en las Malvinas. ¡Es un genio! Es un acto político. Una revolución”.

Puede que en el fútbol de selecciones se encuentre la última bocanada de aire fresco de un edén arrollado por la codicia. Porque la identidad de los pueblos no se puede comprar. Tan solo se siente de una manera incontrolable.

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Con Franco se vivía mejor

“Desde hoy. Franco asumirá todo el poder. Y el pueblo lo acatará felizmente. No habrá igualdad. La mujer no podrá votar. Se censurará todo contenido político cultural y escrito. La mujer deberá dedicarse al hogar y al matrimonio, no emprender una carrera. A los homosexuales se les aplicará, si no la muerte directa, la lobotomía. Se reinstaura la pena de muerte para delitos comunes y políticos con carácter retroactivo. El judaísmo, el liberalismo y la democracia serán tres de los enemigos del nuevo régimen”.

Con 28 renglones, David Uclés firma ‘El caligrama del funcionario civil’. Es una danza de grafismos -como los de Huidobro, Apollinaire o Manuel Antonio- que dibuja la silueta del Valle de los Caídos, el mausoleo del dictador. Detrás de las 700 páginas de ‘La península de las casas vacías’, se esconden tres lustros de titánica documentación para engendrar una de las mejores novelas de nuestro siglo. Algo sabrá el chaval.

El 20 de noviembre de 1975, Francisco Franco fallecía en el Hospital de La Paz. Su defunción supuso el fin de la dictadura y el advenimiento de la democracia, pero donde solo cabría encontrar alivio también emerge una terrorífica añoranza disfrazada de incultura. El 21,3% de los españoles considera que los años del franquismo fueron “buenos” o “muy buenos”, mientras que uno de cada cinco jóvenes valoran positivamente la dictadura. Los nietos de la barbarie aseveran sin rubor que Franco hizo muchas cosas buenas, pero se quedan in albis cuando toca enumerarlas. Sin tan siquiera entrar en la avalancha de derechos estragados, las torturas, ejecuciones o los campos de concentración, yo vengo a hablar de mi libro.

En 1934 nacía la Sección Femenina para formar a la mujer en los roles del hogar, refinando el esencialismo ilustrado: cariño para ellas, fuerza para ellos. Tocante al deporte, médicos, autoridades políticas y religiosas esgrimían argumentos supuestamente científicos que las limitaban a actividades artísticas como la gimnasia o, en menor medida, el tenis, la natación y el voleibol para reforzar su delicadeza, gracilidad, armonía, elegancia y belleza. No podían practicar fútbol, remo, boxeo, ciclismo y ni siquiera atletismo. En la revista de la Sección se asegura que “la limpieza y abrillantado de los pavimentos, quitar el polvo de los sitios altos, limpiar cristales, sacudir los trajes, cumplen los mismos objetivos que un ejercicio programado o un deporte”.

Pero el caso más desolador fue el de las raquetistas. La primera medalla olímpica española fue ganada en París 1900 en cesta punta por José de Amezola y Francisco Villota. Sin embargo, las auténticas estrellas pelotaris eran mujeres. Bene II, Carmenchu Sánchez, Chiquita de Ledesma o Chiquita de Anoeta cuadruplicaban el salario medio y se codeaban con la flor y nata de la sociedad. Fueron las primeras deportistas profesionales en España y eran motivo de orgullo en el extranjero. Con la llegada del franquismo se definió la pelota como una “actividad no femenina que contribuía a la esterilidad” y en 1944 se prohibió la emisión de licencias a “señoritas raquetistas”. Un año antes, suponían más de la mitad de las licencias de la federación. Hoy apenas superan el 10%.

El franquismo fue el mayor estorbo que encontró el deporte femenino en España. 50 años después, las mujeres siguen empujando una losa que se erosiona a balonazos, en detrimento de todos los que dicen que el deporte femenino nunca será como el masculino y que con Franco se vivía mejor.

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Amaya Valdemoro, estuario y leyenda

“Siempre que metas una canasta acuérdate de mí”. En el desgarro de una agonía temprana e injusta de 19 días, Amaya Madariaga dejó este encargo a su hija. La mejor jugadora española de todos los tiempos se lamenta de no haber podido devolverle un “te quiero”, pero se agarró a aquellas palabras como faro, alimento y premonición. Porque cada lágrima derramada, cada canasta convertida, cuentan la historia de Amaya Valdemoro. El llanto, decía Concepción Arenal “es el modo de expresar las cosas que no pueden decirse con palabras”.

Sus primeras lágrimas fueron de ambición. Amaya soñaba con ser campeona olímpica en el tartán, pero lloraba cada vez que perdía una carrera y así construyó su competitividad. Después llegó el baloncesto por accidente. En el descanso de un partido de su hermana copó un balón de malabarismos y nunca más lo soltó. Tiempo después, se coló en la fiesta de una prueba de la Universidad de Salamanca. Con 15 era la estrella de un equipo de División de Honor y con 16, campeona de Europa.

En el Mundial del 98 fue la jugadora de mayor impacto. Una performance que no pasa desapercibida para la reciente WNBA. Los Houston Rockets de Olajuwon y Drexler ganan dos anillos en ausencia de Jordan y fundan los Comets, su homólogo femenino. Allí están Thompson, Arcain, Cooper y Swoopes. Probablemente, el mejor equipo de la historia. Desde Alcobendas, Amaya lo complementa como la mejor sexta mujer. Gana tres anillos y muchos se la rifan, pero no la dejan salir. Van Chancellor alaba la calidad de la ‘spanish superstar’ pero la prefiere de suplente antes que de rival. Las lágrimas del éxito preceden a las de la impotencia. Amaya deja las Américas en busca de un oro que ya no está en California. En cada partido contra USA, les fabrica una chaqueta de puntos. Chancellor le pide que regrese. En los Mundiales de Brasil y República Checa es la máxima anotadora y conduce a España a su primera medalla mundial. Sweet vendetta.

Una escalofriante caída le parte las dos muñecas en 2011. En el Cerro del Telégrafo todavía resuenan los gritos de “la lesión más rara del mundo”. Muchos creen que es el fin pero Vukovic le enseñó que “sin trabajo no eres nada”. Las lágrimas son de dolor, de apretar los dientes. La resurrección, gloriosa. Amaya lleva a España a la cima continental y se retira. La garra de Petrovic, la cinta de Wallace, el 13 de Nash o las filigranas de Williams, quedarán para siempre fundidas en una jugadora única.

Tras su ingreso en el Hall of Fame de la FEB y la FIBA, la noticia llega de Estados Unidos. “Cada vez que me lo recuerdan me pongo a llorar”, me reconoce Amaya que se sincera como “la tía más llorona de España”. Sus lágrimas son patrimonio porque han formado un prodigioso estuario por el que la riada de jugadoras nacionales vierte talento al océano nortemaericano. Desde su llegada a la WNBA otras 14 han seguido sus pasos, acercándose a la veintena de hombres que han jugado allí y que tienen en otro mito como Fernando Martín a su sherpa iniciático.

A finales de junio, Amaya Valdemoro se enfundará su cuarto anillo. Será el más importante, pues simbolizará su beatificación como una de las mejores deportistas del universo. Y desde ese cielo del baloncesto, tocando las nubes donde ahora viven para siempre su padre Álvaro junto a su madre Amaya, podrá volver a decirles “te quiero”, como hacía con cada canasta que la convirtieron en leyenda.

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Las 12 pruebas de Alcaraz

Hace veintitsiete plúmbeos años me prendí de un partido como Narciso de su reflejo. En aquella pista de Hannover, color salmón y sin pasillos, dos tenistas vernáculos porfiaban por el que siempre he creído el mayor cetro. El tenis es un deporte abrasivo, sin espacio para errores. Si resbalas, un aluvión de puntos te entierra. La Copa de Maestros es el summum del alambre. Los ocho mejores espaderos tras un año sin cuartel. Meterse en ella es sublime. Ganarla, la apoteosis.

Álex Corretja y Carlos Moyá ya me habían engatusado en la final de París del mismo 98. Aquel polvo de ladrillo que Bruguera y Arantxa domaban por costumbre, empezaba a ser tierra amiga para los españoles. Pero lo de Hannover era harto diferente. La pista cubierta repele con obstinación al tenis nacional. La victoria final de Corretja, tan solo precedida por la de Orantes en 1976, se convirtió en un oasis rayano al espejismo.

Poco después, en 2002, lo intentó Ferrero en un thriller contra Hewitt, la bestia más venenosa de la fauna aussie, tras cinco agónicos sets que salieron cruz. A David Ferrer, el mejor de la historia sin un grande, le faltaron armas ante el greatest, Federer, en 2007. La maldición es tan rígida que ni siquiera el fenómeno Nadal -solo dos de sus 92 títulos han sido indoor– fue capaz de doblegarla. Los otros dos miembros del ‘Big Three’ malograron el único gran trofeo que le falta: Federer en 2010 y Djokovic en 2013. En chicas, Garbiñe sí las ganó en 2021, pero fue al aire libre.

Tennis – ATP Finals – Turin – Palasport Olimpico, Turin, Italy – November 16, 2025 Italy’s Jannik Sinner celebrates with the trophy and runner up Spain’s Carlos Alcaraz after winning the final REUTERS/Guglielmo Mangiapane

Y ahora un extaterrestre, pero de Murcia, está dispuesto a colonizar esa tierra inhóspita para sus ancestros. Parece difícil encontrar una fuga en el tenis de Alcaraz, pero si la hubiera sería el mismo talón de Aquiles del tenis patrio: la perversa pista cubierta. Por lo pronto, en este 2025 ha ganado su primer torneo bajo techo, en Rotterdam, pero el desafío de ayer era tan salvaje como las 12 pruebas de Hércules. Sinner, Italia y esa jaula cubierta donde mueren nuestros sueños.

El spoiler es que él sí que acabará venciendo. Y más de una vez.

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2876: campeón enmascarado

En 1998, los millennial más precoces despedíamos a un semidiós que hicimos patrono de nuestra generación. Michael Jordan, el eterno 23, se retiraba del baloncesto. No era la primera vez que el astro nos dejaba huérfanos. En 1993, satisfaciendo uno de los sueños de su padre, se enrolaba en los Chicago White Sox de la Major League Baseball. Pero de algún modo sabíamos que aquello no era más que una pausa. El asueto tan solo dividió los dos mayores hitos de su carrera, los dos ‘Three-Peat’ simétricos con los Bulls. Tras ganar el último anillo con aquella suspensión fantasmagórica sobre Byron Russell, sí que contuvimos el aliento. Esta vez iba en serio.

Un 25 de septiembre de 2001, Jordan anunciaba su regreso y los millennial recuperamos el resuello. Con 38 se volvía a enfundar el 23 en los Wizards, un equipo alejado de pretensiones áureas, pero con un nombre explícitamente ilusionista. Las críticas no tardaron en llegar pero Air Jordan lo tenía claro: “solo quiero jugar al baloncesto que amo. No me importa el dinero, ni si me pagan un solo centavo”. Y de la pasión del mejor de la historia todavía emanó magia: más de 20 puntos por encuentro y el primer jugador de 40 años en anotar más de 40 tantos en un partido de la NBA.

No tengo dudas de que a Alejandro Fernández, tan millennial como yo, también le marcó la historia de Mike. Su trayectoria en la Carrera Popular San Martiño, da buena cuenta de ello. Hace un año se despedía de la competición en la que fue su carrera fetiche, su tótem y talismán. En ella fue el mejor. Todavía es el mejor. Seis triunfos como los seis anillos de Jordan -2012, 2013, 2017, 2018, 2019 y 2021-.

Dos semanas antes de aquella carrera y con 39 años, colgaba un post concluyente: “todo tiene un inicio y un final. Después de muchísimos años esto se termina. Bueno, continúa de manera diferente”. Y en esa retirada profesional también rendía un homenaje. El nombre de Willy García Calvo, su primer mentor, aparecería en su peto acompañando a un dorsal habitual en sus años de preeminencia. El primero. El imponente número 1.

Esta semana, el propio Álex desconocía qué dígitos luciría en su re-debut en la San Martiño como corredor del populacho. Ayer arrancó del Puente del Milenio con el 2.876. Casi tres mil unidades por debajo de las cifras que acostumbraba. Poco le importó. Reseteó su reloj y lanzó su primera zancada con la bizarría del hexacampeón, con la experticia de un cuadragenario y, lo que es más importante, con la ilusión de aquel niño de la Academia Postal que, con apenas 15 años, ya se codeaba con kenianos y etíopes.

Como aquellos 43 puntos que un Jordan de 40 tacos le clavó a los Nets en el MCI Center, Álex pasó por el arco de meta con la misma edad redonda de la madurez en cuarta posición, parando el crono en 30’49”. Tan solo a dos segundos del podio. Tan solo a 35 del campeón. Más allá del entrenamiento, del lactato y, sobre todo, de los años, la San Martiño va de pasión. Y en ese dominio ardiente de las emociones, no hay nadie más entusiasta que Álex.

Este artículo va del fuego que mueve al mundo. La antorcha que dejamos a los que nos siguen. Ese ardor que, en la veteranía, impulsó a Michael Jordan y a Alejandro Fernández en la misma dirección. Para los amantes de la cabalística, que sumen cada uno de los dígitos que forman el dorsal con el que corrió ayer Álex.

El 2876.

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Juan Pablo II, portero escoba

Si hay un Santo con quórum para portar la aureola de los deportistas, es Sebastián de Milán. Fue un soldado valiente que, en tiempos de persecución, escogió el cristianismo. El emperador Maximiano lo condenó a morir asaeteado, conformando un hito en la inconografía, con esa imagen del Santo atado a un poste frente a un aluvión de flechas, retratada por Guido Reni, José de Ribera, El Greco, Tiziano o Rubens. De un modo milagroso, Sebastián sobrevive y regresa ante el emperador. El castigo se redobla y, esta vez sí, muere azotado para convertirse en patrono, entre muchas advocaciones, de los atletas.

El Día de Todos los Santos celebra a todos los difuntos que disfrutan de la vida eterna, pero cabe destacar a aquellos que nos amparan. Con la beatificación de Juan Pablo II en 2011, el sillón del apóstol deportivo se le discute a San Sebastián.

Karol Józer Wojtyla nació en Wadowice hace 105 años. Su vida no fue sencilla pues en tiempos del horror de la Segunda Guerra Mundial tuvo que sobrevivir tanto al Eje como a los Aliados. En 1939 Alemania toma Polonia y en 1945 los rusos la liberan. Tanto Hitler como Stalin recelaban de la religión. Wojtyla se salva de los primeros con su fuerza, trabajando en una cantera y, de los segundos, con su inteligencia, gracias a su incalculable valor como traductor.

No cabe duda de que en esta coalición de mens y corpore, hay mucho deporte. El Papa los practicó casi todos. Esquí, hockey sobre hielo, ciclismo, natación, voleibol, béisbol, ajedrez, senderismo o piragüismo, participando incluso en un concurso internacional de kayak. La larga lista la cultivó desde niño y la mantuvo, en lo posible, tras la fumata bianca de 1978. Ya con la mitra papal hacía jogging por los jardines vaticanos, pesas, natación y senderismo, calzándose las zapatillas en muchas de sus visitas como en Covadonga o mandando construir una piscina en el Palacio de Castel Gandolfo. Todo ello sin olvidar sus 115 escapadas a los Apeninos, los Abruzzos o los Alpes para esquiar. Salía en silencio y atravesaba Roma en un vehículo sin matrícula italiana.

Pero la debilidad del Papa siempre fue el fútbol. Aprendió a jugar con su hermano Edmund en un campo local. En su juventud se federó en el MKS Cracovia. Era un aguerrido portero que también se desempeñaba como delantero cuando era menester. En los partidos entre judíos y cristianos, solía ir con los primeros si no tenían efectivos suficientes. Ya como Papa, llenaba estadios. En 1982 el Bernabéu y el Camp Nou. Fue socio de Madrid y Barça. A día de hoy sigue siendo el único pontífice que ha presenciado un partido, en el Olímpico de Roma en el 2000 por el Jubileo de los Deportistas. Los más grandes han besado su anillo: Pelé, Maradona, Ronaldo, Baggio… y también otros ajenos al balón como Ali o Shcumacher.

Juan Pablo II, conocía el poder del deporte porque hablaba desde la experiencia: “el fútbol es un método excelente de promover la solidaridad en un mundo afectado por las tensiones raciales, sociales y económicas”; pero tampoco perdió la oportunidad de alertar sobre la codicia y el egoísmo que han devorado al deporte rey: “en los deportes debe prevalecer el ser sobre el tener”. Ante la perturbadora falta de valores, el Papa al que quería todo el mundo, enseña a vivir.

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Manel Estiarte, anatomía de un líder

Es miércoles. Llevo días pensando sobre qué escribir. Nada de lo que veo consigue saciarme para poder vomitar sobre el papel, una vez más, todo el frenesí que me genera esto. Las efemérides me recuerdan que el mejor jugador de la historia de mi deporte cumple años. Entro en Instagram. “Hola Manel, ¿cómo estás? Me gustaría escribir sobre ti”. “Hola, mándame tu número de teléfono”. En los diez minutos que dura una conversación impensable me elevo tanto que ya no estoy aquí. Estiarte me arropa y me arroba con cada palabra. Noto su aliento, su presencia carnal, el humanismo de quien creo inmortal. Me gusta el gracejo catalán con el que dice ‘baterpolo’. Reconoce mi pasión por el deporte sin saber que él ha sido uno de sus principales instigadores. Supongo que ese ardor es en lo único en que nos parecemos. Me sigo elevando tanto que llego a Barcelona.

Domingo, 9 de agosto de 1992. El único certamen olímpico en suelo hispano claudica en su último estertor. Son los Juegos de Shcherbo, de Egerszegi, de Lewis. De Jordan y del Dream Team. De una España que despierta en la vanguardia y toca techo con 22 metales. A las 16,35 trece gorros blancos y trece gorros azules asoman en el cielo de Montjuic picoteado por las ocho torres construidas de la Sagrada Familia. Los torsos de Belvedere se zambullen en la Bernat Picornell. El fuego de Prometeo, asaeteado por Rebollo, sobrevive en la piscina para regar de talento a los waterpolistas que se juegan la gloria.

Entre todos destaca uno. Los italianos no le quitan ojo al número 5. Ellos mismos lo han bautizado como ‘Il Maradona del Pallanuoto’. Manel Estiarte viene de ser el máximo goleador en los tres Juegos precedentes -Moscú, Los Ángeles y Seúl- y también lo será en Barcelona. Seis veces será olímpico y se convertirá en el mayor anotador de la historia, con 127 goles, duplicando los registros del siguiente. Durante siete tiránicos años es consagrado como el mejor del mundo. Ha regresado de los Alpes como Aníbal, como Napoleón, para preparar la madre de todas las batallas y lo ha hecho bajo la batuta de una hidra croata. Los métodos de Matutinovic son torturas pero unen en el dolor a las dos Españas de Machado. Estiarte arenga a sus compañeros desde una capitanía que se extenderá dos décadas. En torno a él orbitan los Rollán, Oca, Aguado, Pedrerol, Sans, Michavila, Ballart. Bendita excelencia.

OLIMPIADAS DE BARCELONA 92 JUEGOS OLIMPICOS FINAL DE WATERPOLO ESPAÑA CONTRA ITALIA

El partido es una escabechina. España sobrevive por pundonor y arriba a la epopeya de las tres prórrogas. Por el camino, el capitán pierde una ceja. Antes de Tassotti, fue Fiorillo. Diezmado, agarra la primera ventaja en todo el partido con un penalti. Quedan esos 42 segundos que se ficcionarán 30 años después con fantasía para mayor gloria del waterpolo. Podría hacerse un folletín porque todo es demasiado trágico. Italia lo remonta y el palo repele la última bala de Oca. Barcelona entera se hunde. En el vestuario vuelan sillas pero ellos aún no saben que acaban de gestar el mito fundacional de un imperio.

Cuatro años después, se sacan todas las espinas. Estiarte conduce a los suyos al oro olímpico de Atlanta, recompensa a tanto sacrificio. El paladín comprende el camino -“el equipo sobre el ego”- y así lo instruye. Dos más tarde son campeones mundiales en Perth, repitiendo en Fukuoka, Budapest y, este año, en Singapur. Las hornadas de Tritones se solapan. Los Perrone, Iván Pérez o Guillermo Molina recogen la herencia para seguirla inoculando en los Granados, Sanahuja o Larumbe. No solo en ellos. En 2013 la Picornell celebra el oro que le debían. Vale doble porque ahora también es de ellas. Anni Espar, Laura Ester, Jenni Pareja o Roser Tarragó son tan buenas que engendran otra generación. Las Camus, Crespí, Leitón, Terré, Ortiz, García o Forca tocan techo en París. En total son unas 70 medallas internacionales. Un dislate que nació de aquellos pioneros que cambiaron individualismo por leyenda.

El ‘delfín goleador’ también deja parte de su impronta en los clubs a los que pertenece. Dos Copas de Europa, tres Recopas, cuatro Supercopas, nueve Ligas, once Copas y el primero que junta el Grand Slam, los cuatro títulos continentales. En el 2000, cuelga el gorro. Es miembro del COI seis años. Se alista en el Barcelona y más tarde en Bayern y City, escudando a su amigo Guardiola. Detrás de las Champions de uno de los mejores DT del mundo, también está la visión de Manel. ‘Greatness inspires greatness’. Entre tanto reconocimiento, relumbra el Príncipe de Asturias. Estiarte ingresa en la lista egregia de los Rafa Nadal, Serena Williams, Carl Lewis o Martina Navratilova.

El 26 de octubre de 1961 nacía en Manresa el mejor jugador de waterpolo de todos los tiempos. Hoy, con 64 años sigue diseminando las bonanzas del deporte con una pasión contagiosa, tal y como dirigía sus barcos desde el agua. En sus últimos coletazos en la Barceloneta, un niño de unos diez años se le acercó, le tiró del albornoz y le preguntó por qué llegaba siempre media hora antes. “Yo es que tengo que dar ejemplo”, le contestó.

Manel Estiarte comprendió muy pronto qué significaba ser líder, para convertirse en el mayor exponente y poder moldear a sus sucesores a su imagen y semejanza.

📝 Artículo publicado en La Región

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