8 de marzo del 776 a.C.

Hubo un tiempo en que las mujeres no tenían que pagar entrada en los pubs que frecuentábamos los babosos. No sé si sigue ocurriendo porque me he hecho tan viejo y casposo como aquella práctica que años después supimos que se llamaba micromachismo y que era prehistórico.

En los Juegos Olímpicos antiguos solo podían entrar al estadio olímpico las mujeres jóvenes, solteras y de buena familia. Ni las casadas, ni las viudas, ni las viejas, a excepción de la sacerdotisa Demeter que, entre tanto heteropatriarca, podría ser algo así como lo que es hoy Rocío Monasterio. Con su puesto privilegiado frente a los jueces supremos, flaco favor le hacía a sus compañeras en unos tiempos en los que la sororidad tampoco se había inventado.

Las muchachas no podían competir. Como mucho contemplar el derroche de virilidad de los atletas, con quienes sus padres pretendían emparejarlas y perpetuar la saga de los campeones, porque las mujeres solo valían para dar hijos. De hecho los deportistas corrían desnudos y con su hombría al viento para que ninguna mujer se pudiera infiltrar en los Juegos. Quebrantar esta norma se pagaba con la vida: de ser descubiertas, las mujeres eran despeñadas desde el monte Tipeo.

Solo Ferenice, madre de Pisidoro, se jugó la vida vistiéndose como un hombre para entrar en el estadio y ver luchar a su hijo. Al correr hacia él para celebrar su victoria, su túnica se rasgó descubriendo su identidad, pero fue indultada por ser de familia de campeones. La mayor afrenta que se le puede hacer al coraje de Ferenice y a la lucha histórica de las mujeres la perpetraron los nazis en Berlín 1936 cuando travistieron a un hombre para colocarlo en la competición de salto de altura y dejar fuera de ella a una deportista que era mujer y judía. Y que solo le faltaba ser negra.

Casi tres mil años después, las mujeres siguen siendo usadas en muchas ocasiones como ganado y pasto para las bestias, vetando su entrada a lugares reservados para los hombres pero ofreciéndolas como premio de feria y reclamo. Y no habrá sido por las sucesivas tentativas para enmendar este deleznable agravio.

Si los Juegos Olímpicos se celebraban en honor a Zeus, dieciséis mujeres reunidas por Hipodamía -una de cada ciudad de la región de Elis, donde estaba Olimpia- recibieron el encargo de organizar unos juegos en honor a su hermana Hera. Se dice que las dieciséis mujeres tejían un peplo a Hera (que corran si quieren, pero al menos que cosan) para convocar la competición. Como los olímpicos, también se celebraban cada cuatro años, en el estadio y las vencedoras eran coronadas con olivo y homenajeadas con estatuas. Pero, a diferencia de los olímpicos, las mujeres competían vestidas. Portaban un quitón que solo mostraba sus piernas y hombros. Los pezones femeninos que hoy perturban a instagram y que motivan canciones reivindicativas candidatas a Eurovisión, ya generaban pánico en la cuna de la civilización. Y de aquellos lodos, vienen estos pixelados.

Pero aunque parezca imposible, hubo una mujer capaz de conseguir una medalla de oro en el gran evento olímpico y priápico. Cinisca nació en el 440 a.C. para hacer historia, o al menos hacerla de algún modo. Al ser espartana, partía con una ventaja importante con respecto a las mujeres griegas. Las espartanas eran feminazis y hacían lo que le salía del coño: practicaban deporte, cazaban, montaban a caballo y pasaban “olímpicamente” del hogar. Pero Cinisca no fue campeona olímpica por ninguno de estos motivos sino por tener dinero. Pertenecía a la realeza como hermana de reyes y esto le permitía tener cosas diversas, entre ellas caballos. La hípica era el único deporte en el que las mujeres podían conseguir algo en los Juegos Olímpicos, porque no se premiaba al auriga o jinete, sino al propietario o propietaria de los caballos vencedores. Y los caballos de Cinisca ganaron en dos ocasiones la carrera de cuadrigas. Después de Cinisca, los equinos de otras mujeres también ganaron carreras, pero siempre se trataba de reinas, princesas o señoras fetén. Así que lo de Cinisca, desgraciadamente, no fue para tanto en términos de igualdad. Fue algo así como si el Rayo Vallecano hubiese ganado dos Champions cuando lo presidía Teresa Rivero.

Hubo que esperar unos 2.500 años para ver de nuevo un oro femenino, el conseguido por Charlotte Cooper en París 1900, pero como era tenista, es un logro que nadie tiene en cuenta, como los 24 títulos de Grand Slam de Margaret Court. En Tokio participó la primera mujer transgénero en unos Juegos no sin polémica, porque parecen evidentes las ventajas biológicas (y psicológicas, dirán los cavernícolas) sobre la mujer por haber nacido hombre.

La ciudad parisina, de nuevo, marcará otro hito en la igualdad deportiva en los próximos Juegos de 2024, alcanzando por primera vez en la historia una participación matemáticamente igual de hombres y mujeres deportistas. No ocurre lo mismo en el caso de los entrenadores acreditados, donde las mujeres solo representan el 10% ni en la Comisión Ejecutiva del Comité Olímpico Internacional, donde son solo el 33%. Y es que todo el mundo sabe que las mujeres no son inteligentes ni toman buenas decisiones.

Así que probablemente, lo único serio de este artículo sea la lapidaria verdad de que queda una barbaridad de trabajo por hacer.

Artículo publicado en La Olimpipedia

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