Todos los abrazos olímpicos

Todas las experiencias olímpicas cuentan la misma historia. La del olimpismo. Una filosofía que exalta cuerpo, voluntad y espíritu. Un estilo de vida basado en la alegría del esfuerzo, el buen ejemplo, la responsabilidad social y el respeto por la ética fundamental.


Por eso todos los abrazos olímpicos son el mismo.


El abrazo de Tamberi y Barshim para compartir el oro de altura ha dado la vuelta al mundo, pero no es nuevo. Es el mismo que el de Cooke y Gilbert, 113 años antes, para compartirlo en pértiga. El mismo con el que un atleta de la Alemania nazi explica a Owens cómo ganar su cuarto oro en Berlín. O el mismo con el que Rojas y Peleteiro celebran en el foso un récord mundial que parece de todos, porque en todos esos abrazos, el verdadero salto lo da la humanidad.


El abrazo de las gimnastas estadounidenses en torno a su líder para protegerla de los focos es el mismo que el de Redmond y su padre en Barcelona, intentando llegar a meta con la corva hecha añicos. Para recordarle al mundo que estar destrozado por dentro es tan imposibilitante como estarlo por fuera.


El abrazo de Hamblin y D´Agostino para terminar los 5.000 de Río es el mismo con el que los griegos empujan a Lima en la maratón, tras ser frenado por un sacerdote. Porque están por encima de banderas o religiones.


El abrazo de Cornelissen a su caballo es el mismo que el de Lemieux a los singapurenses en Seúl. La amazona abandona al notar que al equino le sube la fiebre mientras que el canadiense renuncia, gira su velero y salva a sus rivales de un naufragio. Porque también enseña prioridades.


El abrazo del equipo de refugiados a los perseguidos es el mismo que el de Turquía a Suleymanoglu. Que el de Estados Unidos a Comaneci. Que el de Polonia a Tsimanouskaya. El mismo que el del equipo unificado a las repúblicas soviéticas en el 92. El mismo que se dan las dos Coreas bajo la misma bandera en Pyeongchang.


Todos los abrazos olímpicos nos enseñan algo nuevo, que al mismo tiempo es lo mismo y todo.


Hay quien dice que no se trata de esto. Que el olimpismo son cuatro años de renuncias para demostrar quién llega más lejos, más alto y más fuerte.


Nos han enseñado que ser el primero es más importante que tender una mano. Y la deriva nos ha mostrado que no es lo correcto. La ambición desmedida de unos pocos ha creado un mundo de injusticias en el que unos algunos ganan y la mayoría sobreviven.


Coubertin selló el olimpismo con un abrazo con el káiser Guillermo. Y dijo que «lo más importante es participar, porque lo esencial en la vida no es lograr el éxito sino esforzarse por conseguirlo».

Nadie puede negarle el esfuerzo a quien dedica una vida a su sueño.


Nadie puede robarle el espíritu a quien abraza a su rival.

Artículo publicado en El Correo Gallego

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