“El texto de Sostres tiene algo de supremacista, de colonizador rancio y ario que de repente veías corriendo por las playas de Guanahani cuando alguien al grito de: “¡Oro, oro!”, anunciaba que nuevas explotaciones indígenas habían sido descubiertas. Opresoras estampas en el corazón de lo nativo. Ahora esto no pasa, porque para los rojos los delincuentes son los evangelizadores y no los negros, a los que ya no les van a cortar las manos”.
Hace tres días el profesor Cristian Olivé publicaba en Twitter cómo sus alumnos comentaban que “hacer bromas ofensivas sobre gays es de boomers”, siendo boomer todo aquello que está anticuado o pasado de moda, de otro tiempo. Y añadía, “perdonad que os lo diga, pero esta nueva generación es maravillosa”.
El alegato de los alumnos de Olivé se producía el mismo día en que la OCDE publicaba el informe PISA de 2018 que mide el rendimiento académico de los alumnos de 15 años en matemáticas, ciencia y lectura y, desde esta edición, también la competencia global.
Los chavales españoles no son los mejores en las competencias lectivas, de hecho llevan años estancados en estos análisis, pero sí son los mejores a la hora de respetar y “examinar cuestiones locales, globales e interculturales; comprender y apreciar distintas perspectivas; saber interactuar de forma respetuosa con los demás, y emprender acciones para el bien común y el desarrollo sostenible”.
En un país en el que las mesas de las aulas deben estar situadas a metro y medio, las mascarillas correctamente puestas y la ratio de alumnos es superior a la media de la OCDE, los profesores y sus alumnos han decidido superar otra media de la OCDE, la del respeto y la tolerancia. Y eso es, como dice Olivé, maravilloso.
En esta materia, los periodistas tienen el poder (deber) de ayudar a los profesores que se exponen a grupos volubles de zagales y se convierten en potenciales dianas de contagio solo por su inmaculada vocación de enseñar.
De hecho, la Resolución 1.003 sobre Ética del Periodismo, aprobada en el 93 por el Consejo de Europa, establece “la obligación de no promover la guerra, defender la democracia, la dignidad humana y la igualdad entre personas”. Precisamente, eso en lo que nuestros niños han sacado la mejor nota.
El texto de Sostres no solo es vomitivo por lo que dice, sino por cómo lo dice y a quién se lo dice.
El fútbol abraza universalmente a todos los chavales del mundo. Los fascina, los cautiva, los hechiza, los mantiene pegados a la televisión y pendientes de la radio, los conmueve y los llena de modelos que imitar. Les hace sentir. El texto de Sostres, en cambio, los llena de prejuicios, de la necesidad de establecer dicotomías, de tener que juzgar por el color de su piel a un chaval de 17 años nacido en Guinea-Bisáu que corre como una gacela.
Ese impulso corre el riesgo de convertirse en el abuso de patio de colegio sobre un compañero de Mali, al que le dirán que ha llegado a España en cayuco a recoger fresas.
En 2018 viajé a la África Oriental. Cansado, seguramente, de esa incompetencia occidental a la hora de gestionar empatías. En la escuela tanzana de Msamaria me encontré con un grupo de querubines negros que eran felices a través de las cinco cosas que hacían en su día a día: aprender, cantar, rezar, comer y jugar al fútbol. Lo hacían todo con camisetas de Messsi, de Cristiano, de Neymar, de Pogba, de Mbappé, de Mahrez, de Salah. Muchas de ellas se las llevábamos los voluntarios.
Si volviese, y pienso volver, les llevaría muchas camisetas de un chaval de 17 años nacido en Guinea-Bisáu. Ídolo nacional para ellos y ejemplo para todos.
Artículo publicado en El Diario de Pontevedra