Hay una foto de 1970 tan famosa como las de Woodstock, como las de los Beatles, como la de la primera ingeniera de California. Nueve mujeres agitan, radiantes, un billete de un dólar en una proclama de liberación. Les une la raqueta y el ser mujeres en medio de una jauría. Por ese simbólico precio firman su primer contrato liberándose de una ATP que las margina. En ese mismo año, el Pacific Southwest Open otorga 12.500 dólares al campeón masculino y 1.500 a la femenina. El gesto frena la sangría. Con el patrocinio de Philip Morris crean el primer circuito femenino con nombre de cigarrillos, el ‘Virginia Slims’. Un año después Billie Jean King se convierte en la primera deportista en ganar 100.000 dólares. Al siguiente, el US Open iguala sus premios. Y al otro, se crea la Women´s Tennis Association. King, Dalton, Melville, Casals, Bartkowicz, Pigeon, Ziegenfuus, Heldman y Richey son las ‘Original Nine’ que asieron aquel dólar como la semilla de todo. Honor a quien honor merece.

Más de medio siglo después de la emancipación y en un deporte que se jacta de igualitario, volvemos a toparnos, una y otra vez, con la roca de Sísifo. Sí, los cuatro Grand Slams ofrecen las mismas recompensas para hombres y mujeres, pero no ocurre así en el resto de torneos ATP, que dobla en premios a la WTA. Sí, algunas tenistas han entrado entre la lista Forbes de los 50 mejor pagados, pero han sido solo cuatro -Li Na, María Sharapova, Serena Williams y Naomi Osaka- desde 2012.
Y de repente llega Arabia con su mazo vigoroso que hiede a crudo para sacarse del turbante el premio más cuantioso de la historia del tenis: 1,5 millones para cada participante y 6 kilazos para el ganador. Así, en masculino, porque no hay ni rastro de las mujeres. Por segundo año consecutivo el cartel carece de presencia femenina. Ayer noche, Pedriño y Rañolas -Sinner y Alcaraz- se volvían a jugar el mayor botín del tenis mundial. Pero este artículo no va de resultados, sino de causas.
Quitando el disparate de los 24 grandes de Djokovic, las reinas del tenis suman más Slams que los chicos. Swiatek tiene seis, Sabalenka y Osaka cuatro, Gauff suma dos. Llenan estadios, venden entradas y atraen audiencias. Pero Arabia no las llama. Un país en el que las mujeres no pueden hacer casi nada sin el permiso de un hombre y en el que la lapidación aguarda para los delitos más graves. El sportwashing blanquea el lamparón -fútbol, motor, golf, ciclismo, tenis, boxeo- pero 4.000 millones de mujeres siguen fuera del relato.
Puedo entender que se vea al deporte como llave para superar estos regímenes prehistóricos, pero si vamos, vamos con ellas. Hasta 2018, las mujeres sauditas no podían entrar a un estadio. Si hoy siguen siendo óbice y amenaza a la hora de proyectar un evento, no estamos consiguiendo nada más que perpetuar un sistema de éxito exclusivo para los varones. Ante esta paradoja, a ellas solo les quedará abjurar o participar de un negocio inmundo.
El deporte es una forma de vida que ejemplifica y abraza a todos, no un instrumento al servicio de oligopolios y plutocracias. Utilizarlo de esa manera es tan sangrante y nauseabundo como concederle el Planeta a Juan del Val.
📝 Artículo publicado en La Región
🟣 Para mayor contenido, sígueme en instagram










