Nine Queens Slam

Hay una foto de 1970 tan famosa como las de Woodstock, como las de los Beatles, como la de la primera ingeniera de California. Nueve mujeres agitan, radiantes, un billete de un dólar en una proclama de liberación. Les une la raqueta y el ser mujeres en medio de una jauría. Por ese simbólico precio firman su primer contrato liberándose de una ATP que las margina. En ese mismo año, el Pacific Southwest Open otorga 12.500 dólares al campeón masculino y 1.500 a la femenina. El gesto frena la sangría. Con el patrocinio de Philip Morris crean el primer circuito femenino con nombre de cigarrillos, el ‘Virginia Slims’. Un año después Billie Jean King se convierte en la primera deportista en ganar 100.000 dólares. Al siguiente, el US Open iguala sus premios. Y al otro, se crea la Women´s Tennis Association. King, Dalton, Melville, Casals, Bartkowicz, Pigeon, Ziegenfuus, Heldman y Richey son las ‘Original Nine’ que asieron aquel dólar como la semilla de todo. Honor a quien honor merece.

Más de medio siglo después de la emancipación y en un deporte que se jacta de igualitario, volvemos a toparnos, una y otra vez, con la roca de Sísifo. Sí, los cuatro Grand Slams ofrecen las mismas recompensas para hombres y mujeres, pero no ocurre así en el resto de torneos ATP, que dobla en premios a la WTA. Sí, algunas tenistas han entrado entre la lista Forbes de los 50 mejor pagados, pero han sido solo cuatro -Li Na, María Sharapova, Serena Williams y Naomi Osaka- desde 2012.

Y de repente llega Arabia con su mazo vigoroso que hiede a crudo para sacarse del turbante el premio más cuantioso de la historia del tenis: 1,5 millones para cada participante y 6 kilazos para el ganador. Así, en masculino, porque no hay ni rastro de las mujeres. Por segundo año consecutivo el cartel carece de presencia femenina. Ayer noche, Pedriño y Rañolas -Sinner y Alcaraz- se volvían a jugar el mayor botín del tenis mundial. Pero este artículo no va de resultados, sino de causas.

Quitando el disparate de los 24 grandes de Djokovic, las reinas del tenis suman más Slams que los chicos. Swiatek tiene seis, Sabalenka y Osaka cuatro, Gauff suma dos. Llenan estadios, venden entradas y atraen audiencias. Pero Arabia no las llama. Un país en el que las mujeres no pueden hacer casi nada sin el permiso de un hombre y en el que la lapidación aguarda para los delitos más graves. El sportwashing blanquea el lamparón -fútbol, motor, golf, ciclismo, tenis, boxeo- pero 4.000 millones de mujeres siguen fuera del relato.

Puedo entender que se vea al deporte como llave para superar estos regímenes prehistóricos, pero si vamos, vamos con ellas. Hasta 2018, las mujeres sauditas no podían entrar a un estadio. Si hoy siguen siendo óbice y amenaza a la hora de proyectar un evento, no estamos consiguiendo nada más que perpetuar un sistema de éxito exclusivo para los varones. Ante esta paradoja, a ellas solo les quedará abjurar o participar de un negocio inmundo.

El deporte es una forma de vida que ejemplifica y abraza a todos, no un instrumento al servicio de oligopolios y plutocracias. Utilizarlo de esa manera es tan sangrante y nauseabundo como concederle el Planeta a Juan del Val.

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Malabares con cuchillos

El Chava Jiménez, rey del Angliru, imprimía magia a pedaladas. Se deprimió tras perder la varita de los trucos. Falleció mientras enseñaba a otros internos de su clínica las gestas que ya no podía rubricar. Tenía 32 años.

Yago Lamela volaba. Lo aclamaban como a un Mesías y osó tutear a Pedroso, pero se le viró el viento en la retirada. El foso era de arena y fantasmas. Lo hallaron muerto en su casa. Tenía 36.

El magnetismo de Jesús Rollán abrasaba tanto que hasta enamoró a la Infanta. Aquella generación disoluta del waterpolo le explotó el éxito en las manos. Fue un muñeco deshilachado por las drogas. Se arrojó desde una terraza a un vacío mayor que el de su pecho. Tenía 37.

Erica Blasberg se convirtió demasiado pronto en una perla del golf tras ganar un potosí. En la puerta dejó una maleta preparada para un torneo de Alabama que nunca pisó. La encontraron muerta con un cóctel de pastillas en el estómago y una bolsa en la cabeza. Tenía 25.

Robert Enke sería el portero de Alemania en el Mundial de Sudáfrica. Tras su paso por Barcelona contrajo un terrorífico miedo al fracaso. Ocultó sus depresiones para que no empañasen su carrera y se acabó lanzando a las vías del tren. Tenía 32.

Kelly Catlin era una mujer modélica. Coleccionaba medallas en ciclismo, cursaba una ingeniería en Stanford y tocaba el violín. Para cumplir con cada estatus hacía “malabares con cuchillos”. Advirtió que era necesario poner límites y pedir ayuda, pero nadie la escuchó. Se quitó la vida en su casa de California. Tenía 23.

Esos cuchillos se abalanzan como estiletes sobre las mentes de los deportistas. Muchos no saben qué hacer con ellos. Cómo asirlos. Cómo esquivarlos. Cómo evitar que les horaden el alma. Sin herramientas, algunos, pagan el precio más caro, mártires de la salud mental. Pero en medio de tanto desgarro surgen escudos humanos luminosos que dan un paso al frente y esgrimen su torso para frenar el holocausto. Porque cada vez que un referente se frena en seco para priorizarse, se hace la luz.

Se hace la luz con la renuncia de Ricky Rubio a la NBA para acabar siendo feliz con la Penya. Con las sombras de Andrés Iniesta que reconduce y anota el gol por antonomasia. Con las 28 medallas de Michael Phelps que interrumpe para sanarse del abismo del suicidio. Con la pausa de Anisimova para vencer al duelo y al bullying y desembocar en la cima del tenis. Con la prioridad que da Naomi Osaka a su psique por delante de cualquier Grand Slam. Con el plantón de Simone Biles en medio de unos Juegos cuando la cosa no va bien.

El think positive y la cultura del esfuerzo son peligrosos cuando se olvidan de la cabeza. En el deporte se romantizan continuamente mensajes con doble filo. Que podemos con todo. Que si duele, es bueno. Que rendirse no es una opción. Que va a ser un gran día y que nos vamos a comer el mundo. Pero no. No siempre se puede. Y aceptarlo es conditio sine qua non para rematar pudiendo. Después de poner el foco en la vida.

Hace dos días celebrábamos el Día Mundial de la Salud Mental. Cada 40 minutos se suicida una persona en el mundo. También deportistas. Conviene tener presente, que no hay nada más valioso que una mente sana. Mucho más que todo el oro, plata o bronce del mundo. Ganar es siempre seductor. Parar, irremediablemente necesario.

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Thrilla in Manila

Son las diez de la mañana del primero de octubre de 1975 en Manila. Dos torsos nigérrimos y heracleos repelen su inmensidad al compás de treinta mil almas que se desgañitan en tagalo. Aún no lo saben, pero será el mejor combate de nunca. Hay quien concede ese sumun al bramido de la jungla que le arrebató la corona a Foreman. Pero en Filipinas, Ali y Frazier asumen la totalidad de consecuencias por zanjar una tragedia de tres actos. Demasiados para que, aún ninguno, alce el puño sin tapujos.

Los filipinos abroncan al campeón y enaltecen al aspirante. The Greatest lleva años mortificando a su rival. ¡Pero si eran amigos! Frazier auxilió a Ali cuando aún era Clay. Lo defendió en su objeción de Vietnam. Bregó por su licencia. Le prestó dinero. Ali paga con intereses: “feo, ignorante, gorila, Tío Tom”. El adalid de los afroamericanos, demoniza a un hombre de su mismo color como esbirro de los intereses blancos. Desaforadamente injusto.

Frazier carece de esa elocuencia. Solo tiene las manos arrugadas de trabajo y empapadas de sangre del matadero. El rubor le borbota hasta las sienes pero lo reconduce en un ímpetu bizarro. Le gana en 1971 en la pelea del siglo. Ali no lo reconoce y en 1974 le devuelve la moneda. Vence con lo justo y con polémica. Manila deshará el nudo.

Si Foreman despedaza a Frazier en dos actos y Ali manda a la lona a Foreman en el octavo, las cuentas son claras. Pero la campana tintina y todo caduca. Ali vuela como una mariposa y pica como una abeja. Una marabunta de jabs percuten el cráneo de Frazier. Los que advertían una combustión temprana se relamen. “¿Esto es todo lo que sabes, gorila feo?” A Frazier lo sostiene un orgullo que solo quiere venganza. El mar se abre en el quinto y Smokin, de gancho zurdo cerrado, saca a pasear su derecha. Ali ignora por dónde vienen las andanadas. Intenta asirlo por el cogote y cortar la hemorragia pero Padilla lo amonesta como no hizo Pérez un año antes. El plan es simple pero eficaz. Frazier golpea por doquier. Corazón, hígado, riñones, caderas. Le pega hasta en el alma. Esos puños “derribarían las murallas de una ciudad”. Manila es, de súbito, el infierno de Dante. Dos astados embisten sus cornamentas en una danza agónica. El termómetro marca 50 grados en el cuadrilátero. Los focos calcinan. El aire no funciona y la humedad corta el respiro. “Es lo más cercano a la muerte”, masculla Ali. En aquellas tinieblas en las que lo condenaron a vivir, Joe Frazier sabe moverse. “Me dijeron que estabas acabado”. “Te mintieron”.

Durante seis asaltos, Frazier doma al más grande pero se apaga la luz. Su ojo derecho, el único que atisba con claridad, se cierra por la golpiza. Ali lo zarandea como un monigote. Suena el penúltimo timbre y Ali suplica a Dundee que le quite los guantes de 14 onzas. Futch se adelanta ante un Frazier ciego que se revuelve: “todo terminó chico, nadie olvidará lo que hiciste hoy aquí”. Ali otea el ángulo opuesto y ve que nadie sale. Apenas levanta el brazo y, exhausto, cae como un saco. Su victoria es el resuello.

Con el cinto bien ceñido, le dedica ahora panegíricos. Dice que iría con Joe a la guerra, que todo fue un cuento y que se arrepiente. Smokin nunca le perdonará. Ni la épica justifica tanto odio. 50 años después siguen emergiendo de Manila las sombras del mayor error de Ali, pero también las luces de dos semidioses que saldan cuentas en las nubes.

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Todo lo que nos enseñó Moussambani

Éric Moussambani nació en Malabo en 1978. Creció fascinado por atletas la época gloriosa del atletismo en que Marita Koch, con asterisco, o Griffith-Joyner estrechaban los límites de lo imposible. La oportunidad de participar en los Juegos de Sídney se le cerró porque el equipo de Guinea Ecuatorial estaba completo, pero en enero le comunicaron una grieta. Un programa para incentivar la participación de países en desarrollo les otorgaba nuevas plazas. Tan solo había un inconveniente. Era en natación y Moussambani no sabía nadar.

Las zambullidas en los ríos locales y los consejos de los pescadores eran su palmarés. Sin entrenador, asumió el desafío en solitario. Un hotel le prestó su piscina de 15 metros. Tres días por semana y de 5 a 6 para no cruzarse con los huéspedes. En aquel vaso para turistas forjó un estilo anárquico y rudimentario para plantarse en los Juegos con menos de cien horas de entrenamiento.

Llegó a Australia sin saber dónde estaba para asir la bandera de su país. Su desfile, cabizbajo y azorado, era premonitorio. Se presentó en la villa con unas bermudas. Un entrenador sudafricano le preguntó si iba a la playa. Le regaló un bañador azul reglamentario y lo tuteló: “me enseñó todo. Me dio la técnica para sumergirme y empujar con los pies para salir con fuerza en la vuelta”.

Cuatro días después era su turno. Contempló aquella piscina de 50 metros con la misma estupefacción que arrobó a Núñez de Balboa cuando divisó el Pacífico. Unas 14.000 gargantas avivaban la zozobra. Moussambani nadaba con un nigeriano y un tayiko, llegados a la prueba con su mismo salvoconducto. El destino volvió a jugar a los dados y provocó dos salidas falsas para que nadase solo. Sin titubear se lanzó como el nadador a su tumba. Los primeros metros fueron tan violentos que maltrataba el agua. El escaso dominio del viraje lo sentenció: “me entró agua en la nariz y empecé a desorientarme». Éric perdía fuelle. No era capaz de dar patada y la flacidez de sus brazos rogaba por unas corcheras que ansiaba agarrar. La grada lo entendió y pasó del desconcierto a la barahúnda. Lo empujaron como nunca a nadie. Éric ‘la Anguila’ tocaba pared empleando el doble de tiempo que un Van den Hoogenband que había batido el récord mundial poco antes. Se asió a la tierra y saludó al público que lo había propulsado. “Los últimos 15 metros han sido muy difíciles”, dijo.

La prensa lo convirtió en icono, efigie de la superación y la resiliencia; Speedo le ofreció un contrato millonario; Guinea construyó dos piscinas; fue entrenador nacional y, en los dos últimos Juegos, su país clasificó a dos nuevos nadadores. Hoy, el bañador azul reglamentario que le regaló el entrenador sudafricano, luce en el Museo Olímpico de Laussane, al lado del del mayor mito de los cinco aros: Michael Phelps.

En los prolegómenos de los Juegos de 1908, el arzobispo de Pensylvania pronunciaba la frase más famosa en la historia del deporte: “lo más importante no es ganar, sino competir, así como lo más importante en la vida no es el triunfo sino la lucha. Lo esencial no es haber vencido, sino haber luchado bien”.

La carrera más lenta de la historia de los Juegos cumple 25 años para recordarnos que todo lo que se lucha, merece la pena.

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El gato Márquez

La serpiente Apofis, encarnación del caos, intenta vencer a Ra y sumirlo en las tinieblas. El dios solar, desciende cada noche al inframundo para enfrentarse a ella y mantener el orden. Lo hace convertido en gato, portando su vida y la de otras deidades, hasta sumar siete. Siete son las notas, los días, los colores, los pecados y, desde ayer, los mundiales de la categoría reina del motociclismo que posee Márquez, igualando a Rossi en lo más alto, y, tras superar, también, un infierno de caos y destrucción.

Un día, Agostini le dijo a Márquez que “con una de estas caídas, en mi época habrías muerto cinco veces”. Márquez no murió nunca, pero aquel 19 de julio de 2020 estuvo a punto de firmar su sentencia. En una de sus antológicas remontadas, saltó por los aires en la curva tres de Jérez. La posición de su brazo hacía temer lo peor. Tenía partido el húmero.

No es fácil ser precavido tras ganar cinco títulos de MotoGP en seis años y un pulso feroz al que decían ser el mejor de la historia. Regresó en cinco días a las pistas en lo que luego se culpó como su “gran error”. En agosto volvió a ser operado con un aloinjerto. En diciembre, una infección y de nuevo al quirófano. Tornó al asfalto pero no encontraba ni su ritmo ni ese estilo agresivo que lo había convertido en indomable. “Sentía mi brazo de una forma extraña”. En 2022 apostó todo lo que le quedaba. En la Clínica Mayo de Rochester hicieron trizas su húmero para reconstruirlo como las cenizas del Fénix. En aquella jugada agónica necesitaba garantizarse el éxito y desafió a Honda señalando sus cicatrices: “¿Ves esto? No es por placer, es para ganar”.

En 2024 se refugió con su hermano en Gresini, equipo satélite. Una decisión peliaguda ya que correría con una moto del año anterior, pero hasta con una carraca podría ganar carreras. Los tres grandes premios del año pasado son el fermento de su obra maestra.

Márquez gana con Ducati su noveno mundial, 2.184 días después del anterior. Por delante ya solo quedan los 12+1 de Ángel Nieto y los 15 de un Agostini que habría muerto cinco veces con las caídas de Marc, pero el de Cervera tiene tantas vidas como las de Ra transformado en gato.

Y el hambre de un campeón insaciable.

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Bonmatí es el camino

Presa de un fado inextricable, Aitana nació señalada. Rosa y Vicent la concibieron en una España que obligaba apellidar anteponiendo al varón. Ambos filólogos e inconformistas emprendieron un viacrucis de denuncias hasta que, con el nuevo milenio, España permitió que la identidad de las mujeres fuese por delante. Aitana nació tan marcada como una diosa y su propósito. Tan elegida como Atenea, que de la cabeza de Zeus y de la prudencia de Metis, protegió a los suyos con sabiduría y paz. Con igualdad.

El lunes, Bonmatí recibía su tercer Balón de Oro consecutivo en el Theatre du Chatelet de París, la ciudad de la misma luz con la que ella ilumina, y de los mismos sueños que ella alimenta.

Quitando de la ecuación lo mesiánico, Platini era el único que regentaba ese tres en raya dorado. Los Deschamps, Desailly o Djorkaeff crecieron embobados con su todocampismo, su visión y su cartabón en el libre directo. Trece años más tarde conseguían el mundial que él no pudo, liderados por un marsellés que, como su ídolo, hizo las maletas para crecer en Turín: Zinedine Zidane.

De esto se trata el fútbol. De buscar en el pasado la senda del éxito para redefinirla en el presente, pero a ellas las precedía un páramo. Marta, única mujer seis veces reconocida como la mejor del mundo, lamenta no haber tenido una ‘ídola’. Aitana tampoco la tuvo. “No veía futuro en el fútbol femenino”. Era la única y la mejor en sus equipos, generando envidias que desaguaban en marginación. Se cambiaba en la caseta de los árbitros y se sentía sola. A los 13, todo viró. El Barcelona edificó un proyecto ad hoc para Aitana y para todas las demás.

En su palmarés hay 6 Ligas, 6 Copas, 5 Supercopas, 3 Champions, un Mundial, una Nations y un carrusel de premios individuales que desafían lo verosímil. Pero también está el inconformismo de sus padres. La lucha por la igualdad. La renuncia de las 15. La vindicación por unas condiciones dignas. La perseverancia.

El tercer Balón de Oro de Aitana es el primero en el que los premios femeninos se igualan con los masculinos. Las niñas que ven cómo los recoge también saben que Alexia tiene otros dos, que Mariona, Patri y Claudia también están ahí y que esa ruta hacia el dorado, por fin, también es para ellas.

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María y los Chamosa

No sé qué tendrá Granada. Qué habrá en esos aires del Albaicín, en esa rebelión de las Alpujarras. No sé qué extraña mística abraza la Alhambra, que toca los cuentos de Irving, la memoria de Hemingway y que empapa los ojos de Boabdil. No sé qué tendrá Granada que te hace volar.

Con el segundo oro de ayer, María Pérez se sienta en la misma mesa que Usain Bolt, Mo Farah o el mismísimo hijo del viento, Carl Lewis. Ella es de un pubelo granadino más pequeño que el tuyo, de Orce, y entrena en Guadix. Lo hace a las órdenes de Jacinto Garzón y Montse Pastor, que recogen el testigo de un Manuel Alcalde, que se fue demasiado pronto pero que dejó mucha escuela. Supongo que Jerzy Hausleber fue uno de los más grandes porque más allá de su método, se rodeó de los mejores. Y Garzón hace lo propio.

En Cuntis empezaron los hermanos Chamosa, forjados al fuego lento de la tecnificación de Pontevedra. El tartán que acaricia el Lérez los moldeó y, a principios de la temporada pasada, dieron un salto para entrenar con los atletas de los que hablará la historia. El grupo de Granada es indestructible porque se ha reforzado con la excelencia del norte. Con el tiempo, Antía y Dani se han transformado en una de esas rocas del Monte Pindo, del Olimpo celta que guarda la esencia de una heroicidad que hoy se consigue con medallas.

Las de María Pérez saben bailar muiñeira. En medio del puño de hierro de la granadina, centellean los Chamosa. Dicen los entendidos que Antía tiene mucha calidad y llegará lejos. De primeras ya ha estado en unos Juegos, aunque la astronómica nómina de apellidos nacionales pospusieron su debut. Yo, desde mis ojos de lego, solo puedo contemplar su ritmo constante y abrasivo, que recoge del asfalto la osadía de quien no supo calibrar esfuerzos. Un pajarito me dijo que se había marcado estar entre las 12 primeras, pero su potencial ha hecho añicos su modestia. Regresa con su mejor marca de siempre y la séptima plaza de finalista en los 20 km. En Budapest fue 28ª. Su progresión desafía cualquier límite.

Lo del mayor, lo de Dani, es para darle de comer aparte. Con 28 años afrontaba su primer mundial, pero solo porque una suerte esquiva le hizo vivir en arenas movedizas. Su cuerpo espigado es su mayor fortaleza pero también un hándicap. No tuvo un neumotórax, sino tres, atajados con dos operaciones quirúrgicas. Un lamento joven, comprensible e iracundo todavía persiste en su Instagram: “La suerte nunca está de mi lado”. Casi una década después de aquel pozo, Dani es el sexto mejor hombre del mundo en los 35 km. En su exhibición no hay ni pizca de la suerte que maldecía porque lo único que lo ha encumbrado es una cantidad ingente de trabajo y una sobrenatural capacidad para reponerse de los golpes. “El año pasado estaba en la grada y en Budapest a pie de pista. Ni en mis mejores sueños”, dice en la línea de meta.

El mito de la marcha española, Chuso García Bragado se retiró en Tokio 2020, sus octavos Juegos, con 51 tacos. Santi Pérez, lo más grande que habíamos visto aquí, es ahora el responsable de marcha nacional y en nuestra cantera ya brilla Aldara Meilán. María Pérez seguirá marcando el camino mientras otros como Paul McGrath recogen los frutos. Los Chamosa también lo están haciendo. Y les queda mucha cuerda.

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Ricardinho, oro, samba y fado

El Benfica de los años 60 ganó dos Copas de Europa asido a la infinitud de su pantera negra, Eusébio. La hazaña tintaba longeva hasta que el rencor de Béla Guttmann pronunció la profecía: “sin mí, el Benfica no ganará en 100 años”.

No ocurrió así en el fútbol sala, donde un jugador de apenas 161 centímetros venció a la bestia. A Ricardo Filipe da Silva Braga lo desterraron del fútbol por ser demasiado bajo. Llegó al Benfica en 2003, cuando el cuadro lisboeta se transformaba en un grifo mitológico para, con el lomo de un león y la cabeza de su águila identitaria, conquistar Europa.

En el primer curso que vistió la encarnada, llegaron a una final de Champions. Cayeron frente al Inter de los hermanos Linares, de Luis Amado, de Daniel, de Schumacher, de todo un santoral. Tres años después, un equipo nacido de un concesionario le birlaba otro cetro. Los más nostálgicos aún recordamos a ese zagal que endemoniaba al Multiúsos. La Recopa del Lobelle de Alemao, César, Carlinhos, Saúl y sobre todo de ese gol de espuela que Betao amparó en su espalda ciclópea, volvieron a dejarlo sin nada.

En 2010 sí pone el mundo a sus pies. Gana, por fin, la Champions con el Benfica y es reconocido como el mejor del mundo. El Inter reaparece en su camino como una inevitable señal del destino. Tras tres años en Japón, Moscú y regreso a Lisboa, termina recalando en Torrejón de Ardoz. En sus siete temporadas con la máquina verde, consigue seis Ligas, una Copa del Rey, tres Copas de España, tres Supercopas y, lo que es más importante, dos Champions que mitifican a equipo y futbolista. Ningún club tiene más que el Inter, cinco, y ningún jugador ha sido tantas veces designado como el mejor del planeta, seis, las últimas cinco, consecutivas.

Entre 2014 y 2018 el fútbol sala fue empecinadamente monoteísta rindiendo pleitesía a ‘O Mágico’. El aspirante luso se atrevió a desbancar de su trono al brasileño Falcao, poseedor exclusivo de las mil y una cabriolas, hasta que Ricardinho nos enseñó otras. Un popurrí demencial de filigranas en la Eurocopa de 2016 ante Serbia obtiene quórum para ser el mejor gol de la historia. No ganó ese trofeo del que fue el máximo goleador pero se convirtió en la antesala de su proyecto final. Llevó a Portugal a la cima del continente en 2018 y lo puso en cresta del planeta en 2021. Tras el Mundial de Lituania lo dejó en manos de los jóvenes con un aval de 142 goles en 188 partidos. Ya sin él, Portugal volvió a ganar el Europeo de 2022, porque el legado de Ricardinho es imperecedero.

500 años después de que otro portugués descubriera Brasil, Ricardinho lusificó la samba de los amos del 20×40. La rodeó de un manto de fado con el que, circunspecto, controla todas las facetas del juego, no sólo el ataque jubiloso. Ha sido el mejor. El más completo. Capaz de coger lo más brillante de cada uno de sus destinos para convertir en oro todo lo que toca. El rey Midas del futsal se retira, no sin antes haber deleitado también a franceses, indonesios, letones e italianos en sus últimos coletazos. Las fotos que guardo de sus visitas al Sar atestiguan que a los que lo hemos podido ver, también nos ha cubierto su gloria.

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Solo un número uno

Pocas canciones puede haber más emblemáticas que ‘My way’. Sinatra la reescribió para presentar una oda a la vida, el canto de un veterano que echa la vista atrás sin azorarse. El crooner dio alas al himno en el Madison Square Garden. Medio siglo después, un descarado veinteañero del Palmar se atreve a cantarla en otro estadio de la Gran Manzana: en el Arthur Ashe y por segunda vez.

En su documental, Carlos Alcaraz desvela sus objetivos. Sentarse a la mesa del Big Tree y ser el mejor jugador de la historia. Su equipo le explica las condiciones. Él solo pone una: “lo quiero hacer a mi manera”. En su zurrón ya hay seis Grand Slams y tres veranos en Ibiza.

En los últimos 25 años solo tres tenistas se habían plantado en la final de Flushing Meadows sin ceder un set. Hewitt (2004), Federer (2015) y Rafa (2010). El único que ganó el trofeo fue Nadal pero se dejó un set ante Djokovic. Alcaraz hizo lo propio, cediendo una sola manga en la final, pero subiendo la apuesta. En este US Open, Carlos ha empleado 101 turnos de saque de los que solo ha perdido tres: Darderi, Djokovic y, ayer, Sinner. Un androide al servicio.

A sus 22 años ningún hombre del Big Three sumaba tantos grandes. El único que se le acerca es Nadal, con cinco. Federer y Djokovic solo tenían uno. Quien sí lo iguala es Serena, también con seis. Es un disparate pensar en lo que ocurrirá pero también lo es negar que, de mantener la media, está en los números.

Para lograrlo necesita un archienemigo. Mientras Carlos se escapa a Ushuaïa, Sinner no pierde ni una sesión reconociendo que “el trabajo duro siempre supera al talento”. En toda la historia solo seis parejas de rivales se habían repartido los cuatro grandes en una relación de dos a dos. Evert y Navratilova en 1982, Capriati y Venus en 2001 y Henin y Serena en 2003. Por parte de los chicos fueron Emerson y Newcombe en 1967 y después llegaron los semidioses. Nadal y Federer en 2017 y Nadal y Djokovic en 2019.

Alcaraz y Sinner son los dos únicos jugadores que se han repartido los cuatro grandes en dos ocasiones. Y además, consecutivas. El rumor era cierto. La Next Gen no existe. El Big Three ha dado paso directamente a una tiranía de dos.

Pero solo un número uno.

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Ledecky camina sobre las aguas

La miga de la Biblia se encuentra en los Evangelios. El encargado de abrirlos es uno de los doce, Mateo -el hombre alado según su tetramorfo- y en su capítulo 14 narra un milagro. Los discípulos se encuentran a su maestro caminando sobre el mar. “—¡Calma! ¡Soy yo: no tengan miedo! — Entonces Pedro le respondió:—Señor, si eres tú, ordena que yo vaya hasta ti sobre el agua. —Ven —dijo Jesús”. El apóstol comienza a caminar sobre el agua pero al sentir la fuerza del viento, entra en pánico y comienza a hundirse, hasta que Jesús le extiende su mano: “—¡Qué poca fe tienes! ¿Por qué dudaste?”.

No sé qué pudo sentir Katie Ledecky en el último hectómetro de la carrera del siglo, pero seguramente, una presión mucho mayor que la zozobra del viento. Tras 700 metros de una prueba de fondo reconvertida a sprint, con tres transoceánicos calcando tiempos de plusmarca, Summer McIntosh atacaba para poner la hoja de arce a dos virajes del oro. Pallister, en teoría convidada de piedra a la lucha de titanes, también enseñaba su amarillo aussie, vaticinando un último arreón de órdago que nunca sucedió. En el momento del apretón, Ledecky se transformó. En lugar de hundirse, emergió con una energía sobrenatural, propulsando el agua como un fueraborda con un descomunal ritmo de patada. Katie tocaba pared con un cuerpo sobre la favorita, que caía hasta el bronce. Su rivalidad ya es histórica, a la altura de Graf y Seles, Federer y Nadal, Ali y Frazier o Bird y Taurasi. Los 18 de McIntosh y su palmarés ofensivo -pulverizando los últimos récords de Mireia y de la natación española- le garantizan el futuro, pero mientras la náyade de Washington siga en el agua, el cetro será suyo.

Puede que la magnificencia de Katie provenga de su capacidad de no dudar. Del saberse superior. Del no vacilar ante la lozanía. Del confiar en el trabajo y de sus capacidades innatas. De la misma fe que ejercitaban los apóstoles.

La nadadora se crió en Bethesda, Maryland, y siguió los pasos de su madre, nadadora universitaria, y de su hermano en la piscina. Su familia, muy unida, la educó en la fe cristiana y se formó en escuelas católicas. Siempre ha hablado abiertamente de la importancia del credo en su vida, reconociendo que antes de cada carrera reza a la Virgen María, de la que es devota: “Me da paz saber que estoy en buenas manos”. Y es que en estos tiempos en que las religiones se convierten en motivo de separación y enfrentamientos estúpidos, Ledecky ha sabido quedarse con lo bueno de los dogmas. La entrega de una niña que llegaba con el pelo mojado a clase, la humildad de una atleta que nunca ha presumido de sus logros, el respeto por todas sus rivales, la caridad con la que ayuda a quien más lo necesita y, sobre todo, su estilo de vida desprendido y sosegado que intenta transmitir a los que la siguen.

El séptimo oro mundial de Ledecky en los 800 se suma a su corona intangible de los 1.500, una suscripción áurea que renovó el pasado martes en una distancia en la que nadie la ha batido en 15 tiránicos años. Con las cuatro preseas de Singapur eleva su cuenta a 30, supera a Ryan Lochte y solo tiene en el horizonte al mito de Phelps. Su vitrina ecléctica la acredita, ya no solo como la mejor fondista, sino como la mejor nadadora de todos los tiempos porque el aura de Katie, inaprensible y divina, no se arredra ante nadie ni ante nada.

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