“Siempre que metas una canasta acuérdate de mí”. En el desgarro de una agonía temprana e injusta de 19 días, Amaya Madariaga dejó este encargo a su hija. La mejor jugadora española de todos los tiempos se lamenta de no haber podido devolverle un “te quiero”, pero se agarró a aquellas palabras como faro, alimento y premonición. Porque cada lágrima derramada, cada canasta convertida, cuentan la historia de Amaya Valdemoro. El llanto, decía Concepción Arenal “es el modo de expresar las cosas que no pueden decirse con palabras”.
Sus primeras lágrimas fueron de ambición. Amaya soñaba con ser campeona olímpica en el tartán, pero lloraba cada vez que perdía una carrera y así construyó su competitividad. Después llegó el baloncesto por accidente. En el descanso de un partido de su hermana copó un balón de malabarismos y nunca más lo soltó. Tiempo después, se coló en la fiesta de una prueba de la Universidad de Salamanca. Con 15 era la estrella de un equipo de División de Honor y con 16, campeona de Europa.
En el Mundial del 98 fue la jugadora de mayor impacto. Una performance que no pasa desapercibida para la reciente WNBA. Los Houston Rockets de Olajuwon y Drexler ganan dos anillos en ausencia de Jordan y fundan los Comets, su homólogo femenino. Allí están Thompson, Arcain, Cooper y Swoopes. Probablemente, el mejor equipo de la historia. Desde Alcobendas, Amaya lo complementa como la mejor sexta mujer. Gana tres anillos y muchos se la rifan, pero no la dejan salir. Van Chancellor alaba la calidad de la ‘spanish superstar’ pero la prefiere de suplente antes que de rival. Las lágrimas del éxito preceden a las de la impotencia. Amaya deja las Américas en busca de un oro que ya no está en California. En cada partido contra USA, les fabrica una chaqueta de puntos. Chancellor le pide que regrese. En los Mundiales de Brasil y República Checa es la máxima anotadora y conduce a España a su primera medalla mundial. Sweet vendetta.

Una escalofriante caída le parte las dos muñecas en 2011. En el Cerro del Telégrafo todavía resuenan los gritos de “la lesión más rara del mundo”. Muchos creen que es el fin pero Vukovic le enseñó que “sin trabajo no eres nada”. Las lágrimas son de dolor, de apretar los dientes. La resurrección, gloriosa. Amaya lleva a España a la cima continental y se retira. La garra de Petrovic, la cinta de Wallace, el 13 de Nash o las filigranas de Williams, quedarán para siempre fundidas en una jugadora única.
Tras su ingreso en el Hall of Fame de la FEB y la FIBA, la noticia llega de Estados Unidos. “Cada vez que me lo recuerdan me pongo a llorar”, me reconoce Amaya que se sincera como “la tía más llorona de España”. Sus lágrimas son patrimonio porque han formado un prodigioso estuario por el que la riada de jugadoras nacionales vierte talento al océano nortemaericano. Desde su llegada a la WNBA otras 14 han seguido sus pasos, acercándose a la veintena de hombres que han jugado allí y que tienen en otro mito como Fernando Martín a su sherpa iniciático.
A finales de junio, Amaya Valdemoro se enfundará su cuarto anillo. Será el más importante, pues simbolizará su beatificación como una de las mejores deportistas del universo. Y desde ese cielo del baloncesto, tocando las nubes donde ahora viven para siempre su padre Álvaro junto a su madre Amaya, podrá volver a decirles “te quiero”, como hacía con cada canasta que la convirtieron en leyenda.
📝 Artículo publicado en La Región
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