La miga de la Biblia se encuentra en los Evangelios. El encargado de abrirlos es uno de los doce, Mateo -el hombre alado según su tetramorfo- y en su capítulo 14 narra un milagro. Los discípulos se encuentran a su maestro caminando sobre el mar. “—¡Calma! ¡Soy yo: no tengan miedo! — Entonces Pedro le respondió:—Señor, si eres tú, ordena que yo vaya hasta ti sobre el agua. —Ven —dijo Jesús”. El apóstol comienza a caminar sobre el agua pero al sentir la fuerza del viento, entra en pánico y comienza a hundirse, hasta que Jesús le extiende su mano: “—¡Qué poca fe tienes! ¿Por qué dudaste?”.
No sé qué pudo sentir Katie Ledecky en el último hectómetro de la carrera del siglo, pero seguramente, una presión mucho mayor que la zozobra del viento. Tras 700 metros de una prueba de fondo reconvertida a sprint, con tres transoceánicos calcando tiempos de plusmarca, Summer McIntosh atacaba para poner la hoja de arce a dos virajes del oro. Pallister, en teoría convidada de piedra a la lucha de titanes, también enseñaba su amarillo aussie, vaticinando un último arreón de órdago que nunca sucedió. En el momento del apretón, Ledecky se transformó. En lugar de hundirse, emergió con una energía sobrenatural, propulsando el agua como un fueraborda con un descomunal ritmo de patada. Katie tocaba pared con un cuerpo sobre la favorita, que caía hasta el bronce. Su rivalidad ya es histórica, a la altura de Graf y Seles, Federer y Nadal, Ali y Frazier o Bird y Taurasi. Los 18 de McIntosh y su palmarés ofensivo -pulverizando los últimos récords de Mireia y de la natación española- le garantizan el futuro, pero mientras la náyade de Washington siga en el agua, el cetro será suyo.

Puede que la magnificencia de Katie provenga de su capacidad de no dudar. Del saberse superior. Del no vacilar ante la lozanía. Del confiar en el trabajo y de sus capacidades innatas. De la misma fe que ejercitaban los apóstoles.
La nadadora se crió en Bethesda, Maryland, y siguió los pasos de su madre, nadadora universitaria, y de su hermano en la piscina. Su familia, muy unida, la educó en la fe cristiana y se formó en escuelas católicas. Siempre ha hablado abiertamente de la importancia del credo en su vida, reconociendo que antes de cada carrera reza a la Virgen María, de la que es devota: “Me da paz saber que estoy en buenas manos”. Y es que en estos tiempos en que las religiones se convierten en motivo de separación y enfrentamientos estúpidos, Ledecky ha sabido quedarse con lo bueno de los dogmas. La entrega de una niña que llegaba con el pelo mojado a clase, la humildad de una atleta que nunca ha presumido de sus logros, el respeto por todas sus rivales, la caridad con la que ayuda a quien más lo necesita y, sobre todo, su estilo de vida desprendido y sosegado que intenta transmitir a los que la siguen.
El séptimo oro mundial de Ledecky en los 800 se suma a su corona intangible de los 1.500, una suscripción áurea que renovó el pasado martes en una distancia en la que nadie la ha batido en 15 tiránicos años. Con las cuatro preseas de Singapur eleva su cuenta a 30, supera a Ryan Lochte y solo tiene en el horizonte al mito de Phelps. Su vitrina ecléctica la acredita, ya no solo como la mejor fondista, sino como la mejor nadadora de todos los tiempos porque el aura de Katie, inaprensible y divina, no se arredra ante nadie ni ante nada.
📝 Artículo publicado en La Región
🟣 Para mayor contenido, sígueme en instagram