Los Juegos de Berlín en 1936 supusieron para Hitler la oportunidad de mostrar la superioridad aria. Pero, a pesar de las 89 medallas germanas, todavía resuenan los cuatro sopapos de oro que un negro, Jesse Owens, le endosó al canciller. El nazismo no podía soportar tanta diversidad y, en algunos casos, se puso la venda antes.
Un año antes de aquello, la mujer que ostenta el récord de salto de altura de Alemania, Gretle Bergmann, es expulsada del equipo olímpico por judía. Una atleta de Reichsof, Dora Ratjen, aparece como sustituta y consigue un meritorio cuarto puesto. Dos años después bate el récord del mundo en Viena. De regreso, un oficial de las SS la detiene por considerarla “un hombre vestido de mujer”. Un examen médico lo certifica, pasa seis meses en un sanatorio, es desposeída de todos sus títulos y obligada a vivir como varón. La realidad es que el Tercer Reich se encargó de disfrazar a un hombre con una especie de hermafroditismo, -Heinrich- para convertirlo en mujer -Dora- y evitar que una judía ganase una medalla. Cuando las sospechas aparecieron, también lo eliminaron sin rubor. Porque a los nazis nunca les gustó lo diferente.

Al barón Pierre de Coubertin, restaurador de los Juegos, tampoco. De hecho, existen evidencias de su buena relación con Hitler. Con él compartía muchos de sus ideales: “las mujeres en los Juegos Olímpicos son poco interesantes, antiestéticas e inapropiadas”. En los primeros Juegos modernos, Atenas 1896, no participaron mujeres. En París 1900 lo hicieron en un exiguo 2% y su presencia solo era permitida en disciplinas “acordes con su naturaleza femenina”. París 2024 alcanzará por primera vez la paridad exacta: 5.250 competidores para cada sexo.
Tras este calvario de las mujeres cisgénero es totalmente injusto que las mujeres transgénero puedan arrebatarles sus medallas por la ventaja competitiva que supone haber nacido, y sobre todo pasado la pubertad, como hombres. Pero es igual de flagrante que esas mujeres trans no tengan ningún estrado al que subirse, por ser ahora ellas las diferentes.
Una de las mayores referentes, la nadadora Lia Thomas, ha visto frenada su esperanza de participar en los Juegos, pero muchas federaciones ya están abriendo la puerta a una nueva categoría destinada a deportistas transgénero. Otras han corrido mejor suerte. Laurel Hubbard nació en Nueva Zelanda en 1978 como hombre. Hoy es la primera mujer transgénero en participar en unos Juegos. Quinn nació en Canadá en 1995 como mujer. Hoy es la primera deportista transgénero no binaria en ganar una medalla olímpica. La lucha de Lia, la visibilidad de Laurel y los éxitos de Quinn son el homenaje a la historia de Ratjen, una mujer obligada a vivir como varón o un hombre utilizado y humillado en favor del régimen.
En la ceremonia de inauguración del viernes diez estatuas doradas de mujeres francesas feministas fueron levantadas en el Sena. Una de ellas fue la de Alice Milliat, impulsora de la participación olímpica de las mujeres que hoy gozan de igualdad. Creo y espero que en los Juegos de París 2124 se levantarán otras diez estatuas, doradas y transgénero.
La Carta Olímpica afirma que “toda persona debe tener acceso a la práctica del deporte, sin discriminación de ningún tipo”. Firmada por Pierre de Coubertin hace 116 años, en aquel momento era una patraña. Hoy, comienza, despacito y sin alardes, a cumplirse.
Artículo publicado en La Región.